Salmo Responsorial, del salmo 144: Bendeciré al Señor eternamente. Aleluya.
Segunda Lectura: del libro del Apocalipsis 21: 1-5
Evangelio: Juan 13: 31-35.
La novedad hecha cántico, porque hemos dejado que la alegría pascual nos abriera los ojos de la fe en Cristo Resucitado, propicie la experiencia constante de la mirada del Padre que nos confirma en “la verdadera libertad”, y nos ofrece ya, “la herencia eterna”.
Oremos de verdad para que nuestra Fe vaya creciendo; sabemos que es don de Dios pero, juntamente, aceptación nuestra que o se proyecta en las obras o se irá marchitando. Sabemos, aceptamos; mas ¿cuántas veces sin llegar al compromiso personal que envuelva al comunitario y se convierta en misionero? Si nos rodea la “sensación” de Dios, ese hálito experimentable aunque inexplicable, nos ayudará a mirar más allá de lo que vemos y nos proyectaremos como verdaderos hijos.
Pablo y Bernabé la viven, y animan, exhortan a los primeros cristianos a “perseverar en la fe”; a nadie ocultan la realidad que la acompaña: “hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”. No fueron menores las dificultades que ellos enfrentaron a las que enfrentamos nosotros, las superaron con la oración y el ayuno, con la solidaridad y la alegre participación de cuanto Dios había obrado por medio de ellos, fieles seguidores del Espíritu, que inspira a Pablo a afirmar: “Sostengo que los sufrimientos del tiempo presente son cosa de nada comparados con la gloria que va a revelarse reflejada en nosotros” (8: 18). Entusiasmo para compartir con cuantos se encuentran, -nos encontremos-, la presencia y acción de Dios en la comunicación del Evangelio.
La novedad hecha cántico, porque hemos dejado que la alegría pascual nos abriera los ojos de la fe en Cristo Resucitado, propicie la experiencia constante de la mirada del Padre que nos confirma en “la verdadera libertad”, y nos ofrece ya, “la herencia eterna”.
Oremos de verdad para que nuestra Fe vaya creciendo; sabemos que es don de Dios pero, juntamente, aceptación nuestra que o se proyecta en las obras o se irá marchitando. Sabemos, aceptamos; mas ¿cuántas veces sin llegar al compromiso personal que envuelva al comunitario y se convierta en misionero? Si nos rodea la “sensación” de Dios, ese hálito experimentable aunque inexplicable, nos ayudará a mirar más allá de lo que vemos y nos proyectaremos como verdaderos hijos.
Pablo y Bernabé la viven, y animan, exhortan a los primeros cristianos a “perseverar en la fe”; a nadie ocultan la realidad que la acompaña: “hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios”. No fueron menores las dificultades que ellos enfrentaron a las que enfrentamos nosotros, las superaron con la oración y el ayuno, con la solidaridad y la alegre participación de cuanto Dios había obrado por medio de ellos, fieles seguidores del Espíritu, que inspira a Pablo a afirmar: “Sostengo que los sufrimientos del tiempo presente son cosa de nada comparados con la gloria que va a revelarse reflejada en nosotros” (8: 18). Entusiasmo para compartir con cuantos se encuentran, -nos encontremos-, la presencia y acción de Dios en la comunicación del Evangelio.
“Mi Padre es un trabajador y Yo también trabajo”, (Jn. 5: 17), Dios en acción constante porque la conservación es la creación continuada; Él, sin tener que “mirar al futuro”, nos asegura la realidad final: “un cielo nuevo, una tierra nueva, una nueva Jerusalén, engalanada como una novia”; “Esta es la morada de Dios con los hombres, vivirá con ellos y serán su pueblo”; su promesa abarca al universo sin limitaciones: “Ahora Yo voy a hacer nuevas todas las cosas”.
En el capítulo 13 de San Juan, después del Lavatorio de los pies, comienza el “discurso de despedida”, el testamento de Jesús, la oración sacerdotal. Jesús acepta totalmente su “Ahora”, la de la entrega final que da sentido a la glorificación, sin rodeos, de la muerte como partida, acompañada de la seguridad del regreso: “Hijitos, todavía estaré un poco con ustedes…, pero volveré para llevarlos conmigo para que donde esté Yo, estén también ustedes” (14: 3-4).
Y brotan las palabras desde un corazón profundamente conmovido, las del adiós mientras nos vemos de nuevo, palabras nunca vacías, palabras avaladas por su vida, por su andar “haciendo el bien”, palabras que confirman que el Camino roturado es la verdad y la vida, que ratifican “el mandamiento siempre nuevo” porque junto a nosotros habrá un ser humano concreto en quien hacer luz la Ley Evangélica que, casi a modo de súplica, nos entrega: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”. Va mucho más allá del “amar a los demás como me amo a mí mismo”, es cambiar la mirada, la intención, los deseos y poner todo en Cristo que nos amó primero y dejó claro ejemplo de que “el tú” es el que vale, el que da la dimensión definitiva al ser de ser cristianos: “En esto reconocerán que son mis discípulos: en que se aman los unos a los otros”.
La ocasión de vivirlo nos acompaña cada instante. El entonces “Ahora” de Jesús, es el “ahora” nuestro para anunciar con hecho y palabras que el Reino ha triunfado sobre el mal, que la fe es actuante, que la esperanza sigue mirando el horizonte y sabe de “lo nuevo”, que supera angustias y zozobras, que crea comunidad, que une, que procura el mutuo apoyo, que cultiva y que riega, sin perderse en ensueños, “esa morada de Dios entre los hombres” donde todos nos sepamos pertenencia de Dios.
Confiemos en que Jesús, ya vencida la muerte, nos ayude a vencer nuestros temores y a crecer más y más en la fe y en la confianza.
En el capítulo 13 de San Juan, después del Lavatorio de los pies, comienza el “discurso de despedida”, el testamento de Jesús, la oración sacerdotal. Jesús acepta totalmente su “Ahora”, la de la entrega final que da sentido a la glorificación, sin rodeos, de la muerte como partida, acompañada de la seguridad del regreso: “Hijitos, todavía estaré un poco con ustedes…, pero volveré para llevarlos conmigo para que donde esté Yo, estén también ustedes” (14: 3-4).
Y brotan las palabras desde un corazón profundamente conmovido, las del adiós mientras nos vemos de nuevo, palabras nunca vacías, palabras avaladas por su vida, por su andar “haciendo el bien”, palabras que confirman que el Camino roturado es la verdad y la vida, que ratifican “el mandamiento siempre nuevo” porque junto a nosotros habrá un ser humano concreto en quien hacer luz la Ley Evangélica que, casi a modo de súplica, nos entrega: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”. Va mucho más allá del “amar a los demás como me amo a mí mismo”, es cambiar la mirada, la intención, los deseos y poner todo en Cristo que nos amó primero y dejó claro ejemplo de que “el tú” es el que vale, el que da la dimensión definitiva al ser de ser cristianos: “En esto reconocerán que son mis discípulos: en que se aman los unos a los otros”.
La ocasión de vivirlo nos acompaña cada instante. El entonces “Ahora” de Jesús, es el “ahora” nuestro para anunciar con hecho y palabras que el Reino ha triunfado sobre el mal, que la fe es actuante, que la esperanza sigue mirando el horizonte y sabe de “lo nuevo”, que supera angustias y zozobras, que crea comunidad, que une, que procura el mutuo apoyo, que cultiva y que riega, sin perderse en ensueños, “esa morada de Dios entre los hombres” donde todos nos sepamos pertenencia de Dios.
Confiemos en que Jesús, ya vencida la muerte, nos ayude a vencer nuestros temores y a crecer más y más en la fe y en la confianza.