Salmo Responsorial, del salmo 66: Que te alaben, Señor, todos los pueblos. Aleluya.
Segunda Lectura: del libro del Apocalipsis 21: 10-14, 22-23
Evangelio: Juan 14: 23-29.
El júbilo sigue presente, la fuerza de su eco resuena y llega a toda la tierra porque: “¡El Señor, ha redimido a su pueblo!” La Iglesia canta, la comunidad canta, cada corazón agradecido, canta y todos nos sentimos comprometidos a dejar en claro, con nuestras obras, que la alegría es sinceridad y convicción de que Jesús Resucitado es la raíz, las flores y los frutos de una vida renovada, fraterna y servicial.
La lectura de Hechos de los Apóstoles nos liga a la realidad de la Iglesia, entonces como ahora, constituida por seres humanos, frágiles, a veces temerosos de perder lo adquirido como si fuera posesión en exclusiva. Aparece un conflicto concreto, surgen altercados, opiniones diversas: “los convertidos del paganismo deben aceptar la Ley de Moisés y el signo que los una al Pueblo elegido, la circuncisión” Sentimientos y visiones personales contrapuestas, sin duda con buena intención, pero no conforme al Espíritu. Es necesario clarificar que el Evangelio es la Buena Nueva que nos trajo Jesús, quien, sin hacer menos las tradiciones de la Antigua Alianza, las supera, y así, abre el mensaje “a toda raza, lengua, pueblo y nación”. (Apoc. 5: 9-10)
La solución se encuentra en comunidad, en actitud de escucha, en oración, en la experiencia de fe, en la presencia de Dios y de Jesús que han enviado al Espíritu. ¡Actitudes que necesitamos en la Iglesia actual, la que vivimos, la que formamos, pero abiertos totalmente a la acción de Dios! ¡Que podamos expresar con humildad porque la unción nos viene desde arriba: “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponerles más cargas que las estrictamente necesarias”. Meditábamos el domingo pasado las palabras de la Nueva Creación: “Ahora Yo voy a hacer nuevas todas las cosas”. ¡Señor que aprendamos a discernir con docilidad tus decisiones, y a cumplirlas!
La visión que nos presenta el Apocalipsis, debería llenarnos del fulgor que lo inspira; reafirmar en nosotros la pertenencia a la universalidad de la acción redentora que mira a los cuatro puntos cardinales, que tiene una Única Luz, la de Dios y del Cordero, la que une Antigua y Nueva Alianza, Patriarcas y Apóstoles, todos, sin excepción, fincados en “Cristo, la piedra angular, sobre quien se construye todo lo nuevo y duradero”.
Jesús, continuando su sermón de despedida, insiste, en lo único que perdura: el amor y subraya las consecuencias, aquel que ama: “cumple su palabra” y prosigue con algo que aumenta la profunda alegría: “Mi Padre lo amará, vendremos a él y haremos en él nuestra morada”. ¡Ser morada de Dios, vivir de la vida de Dios Trinitario!
Todavía sube más el tono de alegría: nos deja “Su Paz para que no nos acobardemos”, nos promete estar, no solamente cerca, sino dentro de nosotros con la fuerza del Espíritu Santo Consolador “que nos recordará todo”.
Toda despedida es triste pero Jesús nos pide que nos alegremos porque ha cumplido con la Misión encomendada por el Padre; su ida ya es promesa de regreso: “volveré a su lado”. Con Él, en estos tiempos difíciles que sufrimos como Iglesia, nos sentiremos fuertes para presentarnos, con palabras y obras, como hijos de la Luz y sus fieles discípulos, guiados por el Espíritu que animó, paso a paso, toda su vida.
El júbilo sigue presente, la fuerza de su eco resuena y llega a toda la tierra porque: “¡El Señor, ha redimido a su pueblo!” La Iglesia canta, la comunidad canta, cada corazón agradecido, canta y todos nos sentimos comprometidos a dejar en claro, con nuestras obras, que la alegría es sinceridad y convicción de que Jesús Resucitado es la raíz, las flores y los frutos de una vida renovada, fraterna y servicial.
La lectura de Hechos de los Apóstoles nos liga a la realidad de la Iglesia, entonces como ahora, constituida por seres humanos, frágiles, a veces temerosos de perder lo adquirido como si fuera posesión en exclusiva. Aparece un conflicto concreto, surgen altercados, opiniones diversas: “los convertidos del paganismo deben aceptar la Ley de Moisés y el signo que los una al Pueblo elegido, la circuncisión” Sentimientos y visiones personales contrapuestas, sin duda con buena intención, pero no conforme al Espíritu. Es necesario clarificar que el Evangelio es la Buena Nueva que nos trajo Jesús, quien, sin hacer menos las tradiciones de la Antigua Alianza, las supera, y así, abre el mensaje “a toda raza, lengua, pueblo y nación”. (Apoc. 5: 9-10)
La solución se encuentra en comunidad, en actitud de escucha, en oración, en la experiencia de fe, en la presencia de Dios y de Jesús que han enviado al Espíritu. ¡Actitudes que necesitamos en la Iglesia actual, la que vivimos, la que formamos, pero abiertos totalmente a la acción de Dios! ¡Que podamos expresar con humildad porque la unción nos viene desde arriba: “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponerles más cargas que las estrictamente necesarias”. Meditábamos el domingo pasado las palabras de la Nueva Creación: “Ahora Yo voy a hacer nuevas todas las cosas”. ¡Señor que aprendamos a discernir con docilidad tus decisiones, y a cumplirlas!
La visión que nos presenta el Apocalipsis, debería llenarnos del fulgor que lo inspira; reafirmar en nosotros la pertenencia a la universalidad de la acción redentora que mira a los cuatro puntos cardinales, que tiene una Única Luz, la de Dios y del Cordero, la que une Antigua y Nueva Alianza, Patriarcas y Apóstoles, todos, sin excepción, fincados en “Cristo, la piedra angular, sobre quien se construye todo lo nuevo y duradero”.
Jesús, continuando su sermón de despedida, insiste, en lo único que perdura: el amor y subraya las consecuencias, aquel que ama: “cumple su palabra” y prosigue con algo que aumenta la profunda alegría: “Mi Padre lo amará, vendremos a él y haremos en él nuestra morada”. ¡Ser morada de Dios, vivir de la vida de Dios Trinitario!
Todavía sube más el tono de alegría: nos deja “Su Paz para que no nos acobardemos”, nos promete estar, no solamente cerca, sino dentro de nosotros con la fuerza del Espíritu Santo Consolador “que nos recordará todo”.
Toda despedida es triste pero Jesús nos pide que nos alegremos porque ha cumplido con la Misión encomendada por el Padre; su ida ya es promesa de regreso: “volveré a su lado”. Con Él, en estos tiempos difíciles que sufrimos como Iglesia, nos sentiremos fuertes para presentarnos, con palabras y obras, como hijos de la Luz y sus fieles discípulos, guiados por el Espíritu que animó, paso a paso, toda su vida.