Salmo
Responsorial, del salmo 88: Proclamaré sin cesar la misericordia del Señor.
Segunda Lectura: lectura la carta del apóstol Pablo a los romanos 16: 25-27
Aclamación: Yo soy la esclava del Señor; que se cumpla en mí lo que me has
dicho.
Evangelio: Lucas 1: 26-38.
¿No nos sentimos, como
dice el Salmo 63:2: “como tierra agostada, sedienta, sin agua”?,
pues repitamos la plegaria-deseo que recitamos en la Antífona de Entrada:
“Destilen, cielos, el rocío, que la nubes lluevan al Justo, que se abra la
tierra y germine al Salvador”. Oteamos el horizonte y observamos que las
nubes están cuajadas de esperanza, que la tierra ya se ha refrescado con el
mejor Rocío, que se ha abierto la tierra y está entre nosotros “El Deseado de
los collados eternos”: Jesucristo.
Jesús, anuncio prometido y
realizado; lo hemos conocido y queremos seguirlo conociendo; Como seres
eminentemente sensibles, no deja de estrujarnos el contenido de nuestra
petición: “que por su Pasión y su Cruz, lleguemos a la gloria de la
Resurrección”. La verdad es que su Pasión inició con la Encarnación y
prosiguió durante toda su vida mientras convivió con los hombres, y lo sigue
haciendo aunque no lo merezcamos. Si a nosotros nos cuesta trabajo la relación
interpersonal, maginemos lo que le costó a Él la incomprensión, el desaire, la
indiferencia, pero siguió adelante. A base de oración, de contemplarlo y
pedirlo, alguna vez llegaremos a aceptar que la muerte es el camino hacia la
Resurrección, que “sin efusión de sangre, no hay redención”, (Hebreos 9:
22), y a superar nuestra lógica inmediatista y encerrada para que veamos la
claridad del horizonte que supera todo horizonte. Aceptar a Jesús es aceptarlo
“todo entero”, sin exclusiones, sin convencionalismos, en la radicalidad de su
amor, de su obediencia al Padre, de su entrega ilimitada.
¿Quién sino el Espíritu nos
podrá conceder “fuerzas para vivir el Evangelio”? y “dar gloria
al Dios infinitamente sabio, por Jesucristo nuestro Señor”.
“Lo que es imposible
para los hombres, es posible para Dios, para Dios no hay imposibles” (Mt.
19: 26) ¡Cómo lo constatamos en la lectura del Evangelio de hoy! En María y con
ella, pasamos del asombro a la pregunta, a la escucha, a la disponibilidad
absoluta de un corazón que no pone trabas a la “invitación del
Espíritu”
Culminemos con Ella la
preparación de este santo Advenimiento; Ella es el mejor ejemplo, de cuantos
desearíamos, para dejarnos en las “manos de Dios”.
La Fe no se basa en la
claridad del contenido del comunicado sino en la entera confianza depositada en
el Comunicador, y todavía más, cuando nos hace partícipes de la decisión
amorosa, compasiva, eficaz de la Trinidad: “El Señor Dios le dará el trono de
David su Padre…, el Espíritu te cubrirá con su sombra…, el Santo que nacerá de
ti, será llamado Hijo de Dios.”
¡Nuestro Padre Dios se nos
entrega en su Hijo Jesucristo!, que nos cubra de nuevo el asombro de lo
incomprensible, que, en medio de nuestras tinieblas, se hace Luz; jamás desde
nosotros, pero sí en nosotros, si, como lo hizo María, nos atrevemos a decir:
“Cúmplase en mí lo que has dicho”.
Que esa “fuerza
del Espíritu”, que hemos recordado, nos vuelva atentos escuchas de lo que
Dios quiere de cada uno de nosotros, y como María, lo llevemos a cabo.