Salmo Responsorial, del salmo 50: Crea en mí, Señor, un corazón puro.
Segunda Lectura: de la carta a los Hebreos 5: 7-9
Aclamación: El que quiera servirme, que me siga, para que donde yo esté, también
esté mi servidor.
Evangelio: Juan 12: 20-33.
“Señor, hazme
justicia. Defiende mi causa; Tú eres mi Dios y mi defensa”. ¿Alguien nos
condena para pedir justicia?, ¿alguien nos persigue para pedir defensa?
¡Ciertamente sí!
Hay enemigos al descubierto, que atacan
impunemente, confiados en su fuerza y su poder, en la amplitud de sus tentáculos
que llegan a nuestra propia casa y la inundan de ideas e incitaciones que
proponen, por una parte, que todo es fácil de conquistar sin esfuerzo, sin
sacrificio, sin compromiso; y por otra, si no lo conseguimos, que es lícita la
violencia, el odio, la trampa y la rapiña, la mentira e incluso el homicidio.
Basta hojear el periódico o escuchar las noticias: ejecuciones, asesinatos,
robos, enfrentamientos, guerras, desavenencias, ausencia de hermandad y
comprensión. Deducimos, con tristeza: ¡el mal sigue triunfando! Permanecemos
tranquilos porque parecería que no nos ha afectado; pero la realidad es otra; va
minando los valores, la fidelidad, la convicción, la trascendencia, la dignidad
del ser humano. Nos grita, desde los cuatro puntos cardinales, que Dios no es
necesario, que es patraña molesta, que sojuzga y limita, que para ser libres
hemos de lanzarlo ¡a la basura!
Hay otros, aún más peligrosos: los que llevamos
dentro: egoísmo, liviandad, cerrazón, soberbia, autosuficiencia, subjetivismo
presuntuoso que nos nublan los ojos, peor aún, el corazón. “Defiéndeme, Señor, de mí mismo”. Si no eres
Tú “mi Dios y mi defensa”, sucumbirá mi
fe; ya lo he vivido; tu Alianza se me ha roto desde dentro, como a los
israelitas.
¡Cumple en mí y en los que amo, la promesa que
hiciste! “Pon tu ley en lo más profundo de las
mentes, grábala en los corazón, que reconozcamos que Tú eres nuestro Dios y
nosotros pueblo”. ¡Que llegue pronto el día en que todos, desde el más
pequeños hasta el mayor, te conozcamos! Por eso te pedimos en el Salmo: “Crea en mí, crea en nosotros, un corazón nuevo”,
semejante al de Cristo “que a pesar de
ser Hijo, aprendió a obedecer”. Su angustia y su grito, son genuinos,
humanos, piden vida, igual que nuestros gritos. ¿Los oíste? Sin duda, y con su
muerte nos diste Nueva Vida, la Salvación que dura, la que saldó la deuda, la
que nos encamina, seguros, a tu encuentro.
Más que gritar, aprender a mirar. Conviértenos en
puentes que lleven a Jesús, como Andrés y Felipe que condujeron a aquellos
griegos a la Fuente, “porque te
conocían”.
Regresa a nuestras mentes esa necesidad de
escucha, de guardar la Palabra y “rumiarla en
el corazón”, a ejemplo de María. “Si el
grano de trigo no muere, queda infecundo, pero si muere da mucho fruto”.
Vuelve la paradoja, la realidad a la que la carne se resiste: “morir para vivir”. No se trata del éxito a
los ojos del mundo, del “parecer” que tanto nos predican ejemplos incontables y
anuncios insidiosos, sino del “hombre nuevo”,
el que da fruto a los ojos de Dios.
Sabemos de memoria tu sentencia: “El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se
aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna”.
¡Cuánto enemigo llevo conmigo! ¿Despreciarme?, no es masoquismo, lo
acertado: justipreciar los seres y a mí mismo; usarlos con respeto sin perder la
mirada al Infinito.
La Voz que glorifica, enciende nuestros ánimos,
nos sitúa en la esperanza firme de tu triunfo: “Ha llegado la hora en que el príncipe de este mundo
será arrojado fuera”. Victoria sobre la muerte con tu Muerte. En el
madero, ¡locura pertinaz!, está la vida.
Desde tu Cruz, Señor, abrázanos con fuerza, sólo
en ella morirá nuestro egoísmo.