Salmo Responsorial, del salmo 136: Tu recuerdo, Señor, es mi alegría.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los efesios 2: 4-10
Aclamación: Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único, para que todo
el que crea en él tenga vida eterna.
Evangelio: Juan 3: 14-21.
A mitad de tiempo de oración y penitencia, la
liturgia inserta el Domingo de la Alegría: “Alégrate, Jerusalén, y todos ustedes los que la
aman, reúnanse…, quedarán saciados con la abundancia de sus consuelos”.
Alegría fundamental, profunda, alentadora: la razón: “Dios nos ama” y nos ama no
porque lo merezcamos, no porque lo amemos como deberíamos, más bien hemos hecho
todo lo posible por alejarnos de Él, por alejarlo de nosotros, sino porque “Dios es Amor”. Nos creó para mirarse en
nosotros, para que lo miráramos en los otros, para que lo miráramos en nuestro
corazón.
Una vez más, su Palabra, por los profetas, por
los acontecimientos, por su propio Hijo, nos echa en cara la deshechura que
hemos perpetrado en el mundo que nos dio, en la ruptura de las relaciones
fraternas y por haber dejado en el olvido la verdadera Piedad, esa virtud que
nos une íntimamente a Él.
Un padre y menos aún Nuestro Padre, no puede
desear nada malo para sus hijos, pero sí le interesa que recapacitemos y que
volvamos a Él por uno o por otro camino: el del desgarramiento por las
desgracias o el del reconocimiento de su Amor, de su Paciencia, de su Bondad, de
su llamado constante “porque tiene compasión de
su pueblo y quiere preservar su santuario”. Lo inesperado, ocurre: “El Señor inspiró a Ciro, rey de los persas” y
¡ojalá nos diera escuchar de todos los jefes de los pueblos, palabras
semejantes!: “Todo aquel que pertenezca al
Pueblo del Señor, que parta a reedificar su Santuario”. No violencia,
sino hermandad; no separatismo sino solidaridad. ¡Volver a construir el mundo,
volver a construir nuestros corazones!
Es verdad: “estábamos muertos por nuestros pecados, pero Él nos
dio la vida por Cristo y en Cristo”. La alegría de hoy y de siempre,
tiene un fundamento sólido: “la misericordia y
la compasión de Dios; no nuestros méritos sino su gratuidad”. En nuestras
vidas, sin duda, hemos meditado en el contenido de la Fe: es un don recibido que
busca “un encuentro personal con el Dador del don”. ¿Qué mejor momento para
activarla? Si acaso la sentimos desfallecida, rogar humildemente: “¡Creo, Señor, dame Tú la fe que me
falta!”
El don se hace palpable, Cristo nos lo revela,
abre la intimidad del Padre y nos enseña en Sí mismo, ese amor inabarcable:
“Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su
Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida
eterna”. Dios no se contenta con darnos mil muestras de amor y de
ternura, Él toca los extremos, nos da lo más preciado: ¡A Su Hijo! La alegría y la confianza están de nuestro
lado, porque Cristo “no ha venido a condenar
sino a salvar”.
Miremos hacia arriba y encontraremos no al signo
que curaba sino al Hijo de Dios, al Justo traspasado que espera que a su Luz
actuemos todos, y en Él nos convirtamos en serie interminable de escalones por
los que el mundo y los hombres, volvamos a nuestro Principio; allá, en donde la
Alegría será completa.