Primera Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 4: 32-32
Salmo Responsorial, del salmo 117:  La
  misericordia del Señor es eterna.
  Aleluya. 
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Juan 5: 1-6
Aclamación: Tomás, tú crees
  porque me has visto. Dichosos los que creen sin haberme visto, dice el
  Señor.
Evangelio: Juan 20: 19-31.
Abrir el corazón a la alegría y a la gratitud,  porque 
Dios nos ha llamado a su Reino, y ese llamamiento se hizo concreto en 
cada uno de nosotros el día de nuestro nacimiento y sigue resonando 
cada día. ¡Dios me llama en Jesús y me confía la misma misión, 
cómo no voy a alegrarme! Para que esa alegría sea profunda, venida 
desde arriba, la oración colecta nos recuerda, en nuestra petición, 
la riqueza que nos llega, y queremos que permanezca, por el bautismo, 
que es purificación; por el Espíritu que es nueva vida; por la Sangre 
que es salvación. Al crecer en conciencia, trataremos de reproducir, 
no a la letra lo que era la comunidad ideal en la comunicación de bienes, 
pero sí en la participación en la oración y en la Eucaristía para 
ser verdaderos testigos de la Resurrección del Señor, y de la nuestra, 
anunciada en la suya.
En la carta de San Juan encontramos la identificación de fe 
y amor: “el que cree en Jesús, ha nacido de Dios”, y “el que ha nacido de Dios, ama al Padre y ama 
también a los hijos”; aparece un conjunto familiar arropado 
por la misma fuerza, la que nos ayuda a superar diferencias porque limpia 
la mirada y nos da la victoria sobre el mundo, sobre el egoísmo; porque 
nos edifica en la Verdad, en el Espíritu, y nos habitúa a tener presente 
la trascendencia. 
Otro punto luminoso para nuestra alegría, a pesar y por sobre 
nuestras infidelidades, vacilaciones, olvidos, pecados, yerros, es que “la 
misericordia del Señor es eterna”; ¿qué haríamos, a dónde 
iríamos?, sin el perdón de Dios  sólo experimentaríamos el 
vacío y la soledad. ¡Maravillosa es la creación y más maravillosa 
aún la Redención, “obra de la mano de Dios, un milagro patente”; 
nacer y renacer, recibimos lo primero sin saberlo, lo segundo sin merecerlo 
por eso  exclamamos: “es el triunfo del Señor”, ¡que continuemos 
festejándolo!
Jesús nos pide lo mismo que a Tomás, que “no dudemos, que creamos”; queremos 
“pruebas”, no confiamos en el testimonio de la comunidad, en la 
experiencia de los hermanos, por eso no tenemos esa paz que el Señor 
da con su presencia; rompemos la fraternidad  al pensar consciente 
o inconscientemente que el único criterio válido es el nuestro; Jesús 
nos comprende, nos invita a superar la duda, a recorrer ese camino, 
muchas veces obscuro, para llegar hasta Él; nos une, como a Tomás, 
en la misma misión y en el ámbito de la Paz que siempre vienen con 
Él; a que sintamos, desde dentro la alegría de su Resurrección y 
la recepción del Espíritu Santo que hagan florecer  la aceptación 
total de su Persona más allá de lo que pudiera dar la visión física: “Señor 
mío y Dios mío”.