Primera Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 3: 13-15,
17-19
Salmo Responsorial, del salmo 4: En ti, Señor,
confío. Aleluya.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Juan 2: 1-5
Aclamación: Señor Jesús, haz que comprendamos
la Sagrada Escritura. Enciende nuestro corazón mientras nos hablas.
Evangelio: Lucas 24: 35-48.
“Alaben al Señor todos los habitantes de la tierra”;
la causa la hemos revivido: ¡Cristo ha resucitado! ¿Qué significado
ha tenido y tiene en nuestras vidas?, la Oración lo expresa con alegría: “Jesús nos ha
renovado por el Espíritu, ha recuperado lo que, lamentablemente,
habíamos perdido: la dignidad de hijos, y nos impulsa a preparar, llenos de júbilo,
nuestra propia resurrección”.
¿De verdad percibimos
la meta que nos aguarda? Aun cuando anteriormente lo hubiera citado,
¡qué bien cuadra lo expresado por mi hermano Mauricio!: “Doy pasos sin
tiempo en tiempo apenas”, y, “Cada paso me acerca al momento del abrazo. El momento está próximo,
la cita no puede estar lejana”.
La fuerza de la Fe en Aquel que es la Primicia de los
resucitados, alumbre cada día, hasta el postrero. Es la misma profesión
que Pedro hace, con una valentía que no viene de él mismo, la que
el Señor nos pide ante una sociedad desorientada, con la que a ratos
largos nos identificamos: “Rechazamos al Santo, al Justo, dimos muerte al Autor de la vida”,
pero Dios, siempre nuevo, “lo resucitó de entre los muertos y de ello somos testigos”.
¡Ahí está el compromiso, la adhesión sin medida, la esperanza fundada:
decir, con obras y palabras que el Señor está vivo y nos espera! Para
que nuestra voz se escuche, nos urge la congruencia: “hacer vivo y constante el arrepentimiento para el perdón de los
pecados”. Lo sabemos de sobra, la fidelidad no viene de nosotros,
por eso repetimos en el Salmo: “En Ti, Señor, confío”.
La confianza
es sincera, pero tiene una inseparable compañera: la debilidad. Si
ésta nos acosa, releamos la Carta de San Juan: “Tenemos por intercesor ante el Padre, a Jesucristo, el Justo que
se ofreció por los pecados de todos”. Amistad renacida diariamente,
entrega que nos devuelve siempre la sonrisa, el apretón de manos, el
abrazo, y, rehace, con una tinta nueva, la firma tachonada al pie del
pliego que confiesa: “Yo te conozco y sigo tus mandatos”. ¡Volvamos al camino!
El Señor es
fiel a sus promesas, dijo que volvería y ahí está, en medio
del azoro, y aquí está, en medio de nosotros, “en el partir el pan”. Ellos, los discípulos, y nosotros,
con los ojos y la mente embotados, no dejamos que su voz nos penetre: “La paz esté con
ustedes”. Desconcierto y temor, lluvia de dudas: ¿aceptar
lo impensable? La evidencia los rinde: “No teman, soy Yo. ¿Por qué se espantan? ¿Por qué surgen dudas
en su interior?” Se miran, nos miramos: es el mismo Señor, Crucificado, lejanos por tres días del
gozo de su trato; sus manos taladradas, los pies heridos y el costado
abierto, su estatura perfecta, sus músculos y huesos, y sobre todo:
la sonrisa que aquieta, la que confirma la Paz comunicada. Todavía
más: acepta ese bocado como prueba del mundo redimido, asumido por
Él y rescatado.
¡Señor, como
a ellos, abre también nuestro entendimiento para comprender las Escrituras,
para aceptarte como eres y quererte y seguirte y sumarnos a esa misión
conjunta que deseas: “predicar la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los
pecados” Que seamos testigos fieles de tu Resurrección.