jueves, 7 de junio de 2012

10°. Ordinario, 10 junio, 2012.

Primera Lectura: del libro del Génesis 3: 9-15
Salmo Responsorial, del salmo 129: Perdónanos, Señor, y viviremos.
Segunda Lectura: de la segunda carta de San Pablo a los corintios 4: 13-5: 1
Aclamación: Ya va a ser arrojado el príncipe de este mundo. Cuando yo sea levantado de latierra, atraeré a todos hacia mí, dice el Señor.
Evangelio: Marcos 3: 20-35.

Imploramos al Señor que nos inspire deseos de justicia y de santidad, sin duda nos escucha, con todo, debemos insistir para que nos ayude a cumplir lo anhelado. Todavía cabría preguntarnos si de verdad surgen de nuestros corazones esos deseos, si aceptamos todas las consecuencias que conlleva la búsqueda de la justicia, la divina, una justicia que busca con ahínco ayudar al necesitado, dar mucho más de lo que se pide, ir más allá de lo que juzgamos posible, darnos a los demás, y sin trabas, al Señor.

La lectura de Génesis nos pone en contacto con el nacimiento del pecado, del mal, de la elección tergiversada que ha hecho y sigue haciendo la humanidad, que hemos hecho y seguimos haciendo nosotros; igual que a Adán, nos pregunta “¿Dónde estás?”, no físicamente sino interiormente, ¿cómo está tu relación conmigo, contigo, con los demás? Pensamos que podemos escondernos de Dios, que podemos acallar la claridad de conciencia con que Él nos ha creado y encontrar pretextos que orienten la culpabilidad hacia los otros, y, tristemente, a los más cercanos, y que rompen las relaciones de fraternidad;  más aún, intentamos culpabilizar al mismo Señor: “La mujer que me diste me ofreció y comí…”, que en el fondo es un  reproche: si no me la hubieras dado, no hubiera pecado.

La sentencia a la serpiente, “personificación del mal”, pone de manifiesto el futuro cauce de nuestras relaciones: “te arrastrarás, comerás polvo, acecharás el talón”: tiene que ver con nosotros, con la humanidad entera: el pasto más pequeño te ocultará el horizonte de trascendencia, te apegarás a los bienes perecederos, combatirás contra tu hermano…, se ha roto el plan amoroso de Dios?, ¿fue un equívoco dotarnos de libertad?, ¿ha perdido fuerza el amor que Él depositó en nosotros? La respuesta la tenemos experiencialmente a la vista, la hermandad se ha ausentado, lo inmediato nos asedia y nos vence, parece que el mal triunfa en todas partes; pero Dios no se desanima, su Amor sigue en presente y la promesa de restauración brilla, Dice a la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer y un descendiente te pisará la cabeza, acabará con el mal”. ¡Ya está delineada la misión de Cristo, su triunfo total: “Confíen, Yo he vencido al mundo”!

La Fe mira hacia el futuro, primero a la plenitud de los tiempos, con la Encarnación, con la actuación, siempre acorde a la voluntad del Padre, Heraldo de la Buena Nueva, Fundador de la nueva humanidad con su vida, con su muerte, con su resurrección, con la maravilla de poder llamar a Dios “Abbá”, Padre. Y más lejos, como nos dice San Pablo en la segunda lectura, nos dará un cuerpo nuevo, libre del pecado y de la muerte: “Sabemos que Aquel que resucitó a Jesús nos resucitará también a nosotros con Jesús y nos colocará a su lado”, por eso no nos acobardamos, la restauración de nuestro ser se realiza cada día y con ello la gloria de Dios se extiende más y más. Ciertamente sabemos que nuestra morada terrenal se desmorona, pero “Dios nos tiene preparada en el cielo una morada eterna”.

Quizá siga asaltándonos el desánimo, pero nuestra confianza en el poder del Espíritu superará cualquier obstáculo, aun el más peligroso que somos nosotros mismos; sintámonos miembros de esta nueva familia, porque de verdad “Tratamos de cumplir la voluntad de Dios”. ¡Dejémonos contagiar con la locura de eternidad!