Primera Lectura: del segundo libro de los Reyes 4:
42-44
Salmo Responsorial, del salmo 144: "Abres tú la mano, Señor, y nos
sacias."
Segunda Lectura: de la carta de San Pablo a los efesios 4: 1-5
Aclamación: El Espíritu del Señor está sobre mí; él me ha
enviado para anunciar a los pobres la buena nueva.
Evangelio: Juan 6: 1-15.
La creación entera nos invita a adorar a Dios, a reconocer que toda
creatura es hechura de Dios, obviamente incluidos nosotros mismos como
lo admitimos en el Salmo; Él nos hace habitar juntos en su casa…
¡cuánto necesitamos reflexionar en esto para hacerlo realidad!
Sin duda la
oración nos hace evocar las palabras de San Ignacio de Loyola: “usar
de las cosas tanto cuanto nos ayuden a conseguir el fin para que fuimos
creados y abstenernos de aquellas que de ese fin nos aparten”. Toda
creatura es buena, cumple con su cometido, el único que rompe esa armonía
es el hombre, somos nosotros que impedimos el orden, precisamente por
“nuestros afectos desordenados”; entonces la reflexión se tornará
en súplica que desemboque en la confianza, en la recta justipreciación
de las cosas y nos llevará a aprender a compartir, tal como hemos
escuchado en las lecturas; compartir lo material y lo espiritual para
que luzcan la equidad, la paz, la unión, la auténtica fraternidad.
Eliseo, hombre
de Dios, fincado en Dios, no duda que el Señor proveerá, que dará
mucho más de lo que la realidad puede ofrecer: “Veinte panes de cebada para cien hombres”,
“todos comieron y todavía sobró”. ¿Llegaremos algún día
a poner todo nuestro ser en manos de Dios?, ¿alcanzaremos a saborear
lo que es el cumplimiento de sus promesas?
San Pablo
nos invita a algo mucho más profundo, a la interioridad puesta al servicio
de los demás, a la edificación sólida del Cuerpo Místico de Cristo,
a aquilatar la exhortación para que “llevemos una vida del llamamiento que hemos
recibido”. Sabemos que el llamado sube “de tono” al conocer
de Quién viene, y nos impulsa a obrar en consonancia: “humildes, amables, comprensivos, enraizados en el amor y siempre
esforzados por mantenernos unidos en el Espíritu con el vínculo de
la paz”. Si es el mismo Dios el que nos une, ¿quién podrá romper ese vínculo?,
¡dejémoslo actuar, dispongámonos a ser guiados por Aquel que reina
sobre todos y actúa y vive en todos!, ¡imaginemos lo que sería la
humanidad entera! Vale la pena y el esfuerzo por intentarlo en cada
uno de nosotros.
En el
Evangelio, pasamos de la narración de Marcos a la de Juan para contemplar,
para recrear el “sermón del Pan de Vida”. Jesús ha curado a muchos,
los sigue la gente, Él se sienta en un monte, viendo a la gente, hambrienta
de pan y de Palabra, pide a sus discípulos que den de comer a todos….,
responde Felipe en nombre de los demás: “ni doscientos denarios bastarían para dar
de comer a tanta gente”, la realidad es así, limitada; pero
al poner en manos de Jesús lo poco que aporta un muchacho, Jesús bendice
y reparte, todos comen y quedan satisfechos…, la gente ve, admira,
comprende, se entusiasma y grita: “Éste es el profeta que habría de venir al
mundo”. Los signos provocan admiración, evocan promesas aún
no comprendidas, pero Jesús, fiel a la misión encomendada por el Padre, “se
retira al monte, solo”, no se deja deslumbrar por la gloria
que le ofrecen: “proclamarlo rey”.
Rumiemos como hacía María, lo que ya nos dio a conocer: “Mi reino no es de este mundo”, y pidámosle
con humildad y sinceridad, “ser aceptados debajo de su bandera”,
con cuanto esto significa.