Primera Lectura: del libro del profeta Ezequiel 2: 2-5
Salmo Responsorial, del salmo 122:Ten piedad de nosotros,
ten piedad.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a los corintios 12: 7-10
Aclamación: El Espíritu del Señor está sobre mí; él me ha
enviado para anunciar a los pobres la buena nueva.
Evangelio: Marcos 6:
1-6.
Recordar es revivir, es tener presentes los
regalos recibidos y a los amigos que nos han tenido presentes con ocasión
del onomástico, del cumpleaños, de la boda; quizá, lo ignoramos porque
no conocemos los interiores, algunos de ellos, de los regalos, fueron
“por compromiso”, de todas formas los agradecemos; pero en el caso
del Señor no hay duda, “todo son dones de su amor.
Revivimos, de manera especial la liberación de aquello que nos oprime
internamente; el pecado. ¿Cómo hubiéramos obtenido esa liberación
imposible desde nosotros mismos?, por eso añadimos en la oración colecta: “concédenos participar de
una santa alegría y después de la felicidad eterna”.
Si el agradecimiento es la memoria del corazón,
hemos de preguntarnos con más frecuencia: ¿qué tan vivo es ese agradecimiento
y si va acorde a nuestros actos? La alegría de sabernos, gratuitamente,
redimidos, ha de convertirse en una actitud contagiosa que invada todos
los ámbitos de nuestro actuar; la interioridad auténtica acaba por
manifestarse aunque no pronunciemos palabra, al grado que muchos se
pregunten ¿de dónde le viene esta alegría? No necesitamos ser oradores
ni predicadores “oficiales”, simplemente vivamos “la alegría
del Evangelio” y ella, con la presencia de Jesús y la fuerza del
Espíritu en nuestro interior, completara su obra.
Si acaso algo llegara a empañarla, por nuestra
desidia, nuestra inconstancia, nuestro olvido, conocemos el camino de
retorno: la súplica confiada: “Ten piedad de nosotros, ten
piedad”, y Aquel que conoce los corazones, las intenciones
y las flaquezas, nos escuchará; tocará nuestro interior para despertarnos.
Las mociones del Espíritu están siempre actuantes,
quizá nos falte fineza en los oídos y audacia en el corazón,
reconocimiento de nuestra realidad de creaturas que palpamos la flaqueza,
las tentaciones, las dudas, otra vez, la impotencia, la incredulidad
y aun el enojo…, recordemos lo que nos dice Santiago: “Que nadie diga en el momento
de la prueba: Dios me manda la prueba, porque Dios no tienta a nadie.
Cada uno es tentado por su propio deseo que lo arrastra y lo seduce;
el deseo concibe y da a luz el pecado; el pecado crece y, al final,
engendra la muerte. No se equivoquen, son las cosas buenas y los dones
perfectos los que proceden de lo alto, y descienden del Padre de las
luces”. (1: 16-17) La fuerza viene de Él y por eso le llega
la respuesta a Pablo y en él a nosotros: “Te basta mi gracia, porque
mi poder se muestra en la debilidad”; muy bien que lo comprendió
el apóstol y nos comunica su experiencia: “Me alegro en mis debilidades,
porque cuando soy débil, soy fuerte porque reluce en mí la fuerza
de Cristo Jesús”.
En Jesús mismo están las respuestas a las
inquietudes de sus coetáneos que no quisieron abrir ni corazón, ni
mente, ni ojos, al grado que Jesús se extrañara de su incredulidad.
Recordamos a S. Juan: “Vino a los suyos y los suyos
no lo recibieron”, ahora es bueno preguntarnos: ¿Nos sentimos
de “los suyos”? Que nuestra
respuesta afirmativa en obras y palabras, “le devuelva” la confianza
que siempre ha tenido en los hombres.