Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 35: 4-7
Salmo Responsorial, del salmo 145: Alaba, alma mía, al Señor.
Segunda Lectura: del apóstol Santiago 2: 1-5
Aclamación: Jesús predicaba el Evangelio del Reino y curaba
las enfermedades y dolencias del pueblo.
Evangelio: Marcos 7: 31-37.
El Señor hace
conjunciones inconcebibles para nosotros: Justo y Bondadoso; da a cada
quien lo que le corresponde, pero su Bondad excede, porque perdona nuestras
culpas; por eso es Él y sólo Él, quien nos ayudará a cumplir
su voluntad. ¿Podemos “merecer” la herencia eterna? Merecer
en el sentido de “transacción”, ¡nunca! Recordemos lo que
nos dice San Pablo: “¿Quién ha dado a Dios primero para que Él le devuelva?”,
que junto con lo que nos decía Santiago el domingo pasado, se completa: “Todo don perfecto
viene de arriba, del Padre de las luces”. Pidamos entender
que de Dios viene la Redención, la Filiación y la consecuencia: heredar
el Reino.
Isaías
redunda en el mismo tema: “No teman. Aquí está su Dios, vengador y justiciero que viene
a salvarlos” Paradoja pura: ¡venganza y justicia que salva!
¿Contradicción?, ¡no!, Misericordia en acción que hace ver y oír,
que consolida y alienta, que riega con agua de vida y multiplica manantiales.
Si hubiera algún “corazón apocado”, seguramente “cobrará ánimo”. ¡Éste es nuestro Dios que está y
seguirá estando!
El Salmo
nos confirma: “El Señor es fiel a su palabra” y al comprobarlo, no habrá
otra reacción que la de un corazón sensato: “Alaba, alma mía al Señor”.
Alabarlo no puede
quedarse en simples voces, el Apóstol Santiago nos confronta: fe y
alabanza que no obra, queda estéril envuelta en la mentira. El ejemplo
que pone, nos aprieta, la universalidad, sin distinciones es nuestra
meta; seguir a Jesucristo que, si hizo distinciones, fue siempre
a favor de los más empobrecidos. El criterio divino: “A la viuda y al huérfano sustenta y trastorna los planes del
inicuo”. La ocasión se presenta a cada paso en nuestras vidas,
¿qué dirección seguimos?
Jesús, caminante
incansable, recorre las regiones “haciendo el bien”, llega a Decápolis, tierra de paganos,
le llevan a un sordomudo, incapaz de escuchar la Buena Noticia de la
Salvación ni de alabar a Dios. Jesús lo lleva aparte, toca los oídos
con sus dedos, y le toca la lengua con saliva, “mira al cielo y suspira”, pronuncia la palabra exacta: “Effetá”, ¡Ábrete!
Se aparta con él, no quiere adulaciones. El rito es pausado, los signos
comprensibles: introduce los dedos en los oídos sordos y en la lengua
pasiva, sabe que el Padre lo escucha, siente con el enfermo su flaqueza
y realiza el milagro: “Al momento se le abrieron los oídos y se le soltó la lengua”,
este hombre ya está listo para la comunicación con Dios y con los
hombres. La admiración estalla: “¡Qué bien lo hace todo! Hace oír a los sordos y hablar a los
mudos”.
Superando el
gozo físico de un hombre, hermano nuestro, liberado, pensemos que igual
ha sucedido el día de nuestro Bautismo: la palabra, la misma “Effetá”, la explicación contiene un compromiso serio
que continúa vigente: “Que a su tiempo sepas escuchar su Palabra y profesar la fe, para
gloria de Dios padre”.
Oír, estudiar,
orar, para comprender y anunciar las maravillas que el Señor ha realizado
en nosotros. Con decisión valiente es lo que nos pide San Ignacio en
los Ejercicios: “No ser sordos a su llamamiento, sino prestos y diligentes para
cumplir su santísima voluntad.” ¡Vuelve a abrirnos,
Señor, los oídos y la lengua, la mente y el corazón!