Primera Lectura: del libro de la Sabiduría 7: 7-11
Salmo Responsorial, del salmo 89: Sácianos, Señor,
de tu misericordia.
Segunda Lectura: de la carta a los Hebreos 4: 12-13
Aclamación: Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos
es el Reino de los cielos.
Evangelio: Marcos
10: 17-30.
En la antífona
que abrió nuestra liturgia, revivimos la del domingo pasado: “Tú eres Señor
del universo”, tu Espíritu todo lo conoce, nuestra creaturidad
no se te esconde y desde ella reconocemos que “eres un Dios de perdón”, de ese perdón que necesitamos,
el que olvida para siempre; de otra forma “¿quién habría que se salvara?”
Semana tras semana, día tras día, nos hace presente
su amor, su misericordia, su comprensión, la necesidad que tenemos
de su Gracia para descubrir que, en el servicio a los hermanos, se funda
la mirada universal, la que, aun cuando encuentre obstáculos, los supera.
Lecturas y oraciones
se orientan hacia el tú, hacia el hermano, parecería que Dios se hace
a un lado y nos pide profundizar en los valores que miran hacia el “otro”,
todo “otro”, para llegar al totalmente Otro.
Imposible escudriñar
el corazón sinceramente sin la Sabiduría que viene de Dios, la que
hace “saborear” los manjares distintos que alientan al paso
trascendente que pone en su sitio a las creaturas, por muy bellas que
sean. La que con su resplandor enseña a discernir, después de haber
mirado y admirado, y preferir “la Luz que no se apaga”. Si con ella llegamos hasta el
fondo del ser, -incluido mi yo, que siempre me acompaña-, encontraremos
el gozo ya anunciado: “Todos los bienes me vinieron con ella; sus manos me trajeron bienes
incontables”. Saciados así, de su presencia, júbilo será
toda la vida.
Nos recuerda
la Carta a los Hebreos lo que hemos meditado muchas veces: “La Palabra de Dios es viva y eficaz, penetrante como espada de
dos filos que divide la entraña”. Podemos preguntarnos, ¿cómo
es que habiéndola escuchado, continuamos enteros? Ella deja al descubierto
pensamientos, intenciones y anhelos; aun los más escondidos se vuelven
transparentes a sus ojos. No el temor sino el realismo puro, afianzado
en “el Dios
del perdón”, nos hará preparar cada momento, para dar cuenta
de ellos.
San Marcos nos
presenta a Jesús que confronta, ¿cuáles son tus valores?, ¿deseas
la vida eterna?: Guarda los mandamientos, y en la enumeración que hace,
olvida los primeros, va directo a aquellos que dicen con el “tú”: “No matarás, no
cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio,
no cometerá fraudes, honra a tu padre y a tu madre”. El mensaje
está claro: la vía que lleva al Padre, pasa antes por el hermano.
Si pudiéramos decir, honestamente: “Todo lo he cumplido desde muy joven”, sentiríamos la
mirada cariñosa de Jesús y dejaríamos que su Palabra quitara de nosotros
lo que impide seguirlo más de cerca: “Una cosa te falta: vende cuanto tienes, da el dinero a los pobres
y tendrás un tesoro en el cielo, después, ven y sígueme”..,
el hombre se fue apesadumbrado porque tenía muchos bienes.
La exclamación
que oímos de Jesús, no es violenta, pero sí es tajante; su mirar
alrededor contagia de tristeza: “Hijitos, ¡qué difícil es para los que confían en las riquezas,
entrar en el Reino de Dios!” El hombre no fue creado para poner
el corazón y los valores en aquello que se queda aquí en la tierra,
que le corta las alas y que le rompe el vuelo; no bastan los deseos,
por muy altos que sean.
No es fácil
aprender a abandonarlo todo, más bien es imposible “a esta carne
mimada”, pero hay Alguien que mira y apoya y entusiasma: “Para Dios todo es posible”. La jerarquía de valores,
¡ya está recuperada!