Primera Lectura: del libro del profeta Jeremías 31: 7-9
Salmo Responsorial, de salmo 125: Grandes cosas has hechopor nosotros, Señor.
Segunda Lectura: de la carta a los Hebreos 5: 1-6
Aclamación: Jesucristo, nuestro salvador, ha vencido a la
muerte y ha hecho resplandecer la vida por medio del Evangelio.
Evangelio: Marcos 10: 40-52.
El hombre es el ser que busca, sabiendo lo que busca. Podemos
ir por la vida sin meta precisa, ¿a dónde llegaríamos? La sabiduría
popular nos enseña: “el que no sabe es como el que no ve”. Pero
aquel que verdaderamente siente la inquietud de llegar, hará lo
imposible por encontrar ayuda que lo lleve, aunque no mire, a donde
la necesidad interna lo conduce. La confianza en la mano que le tienden,
es báculo seguro.
La obscuridad que nos rodea, por dentro y por fuera, nos impide
el encuentro que cambie nuestras vidas. ¿Existe, al menos, el deseo
que nos pide el Señor: “Busquen continuamente mi presencia”?
La nebulosa experiencia que obscurece el camino, nos hace ser
conscientes de lo que pedimos a nuestro Padre Dios: “Aumenta en nosotros la fe, la esperanza y la
caridad”, virtudes que orientan directamente la relación contigo,
que esclarecen y guían, que enseñan lo profundo y dan lo necesario
para amar en concreto cuanto dices y mandas; sólo así obtendremos
la realidad del Reino.
“Volver”, implica haber partido, habernos apartado, como
Israel, a países lejanos. Ellos vivieron el dolor del exilio, la soledad,
el llanto y la añoranza. Nosotros hemos partido sin movernos de sitio,
lejos del corazón y los deseos. Ellos escucharon la voz de la promesa
que allanó los caminos y dio seguridad a todo paso; aun los ciegos
y cojos, junto a esa multitud, encontraron consuelo, porque “El Señor es amigo de su Pueblo”,
y congregó “ a los supervivientes de Israel”,
se comportó como Quien es, Padre amoroso. La invitación para nosotros
es la misma; la Voz que nos conduce, si queremos oírla, hará que regresemos
a la senda segura, donde no tropecemos.
Detrás de la Voz, descubramos a Aquel que la pronuncia, al
que no pude sino “hacer maravillas por nosotros”, que
nos hace reír, que nos alegra, que nos transforma en admiración para
los pueblos, pues nos ha liberado de un cautiverio más cruel que las
cadenas.
El Padre se nos hace presente en Jesucristo, Sacerdote y ofrenda
que se entrega a sí mismo por nosotros. Nos sabe desde sí, desde
su carne, débil como la nuestra; por eso nos comprende, se apiada y
nos consuela; nos enseña a superar los miedos y la muerte. El Padre
lo constituye en Único Mediador, “Piedra angular” que todo lo sostiene.
Es el mismo Jesús quien va por el camino de la vida, sus pasos
suenan firmes, seguros, decididos, de modo que aun los ciegos los distingan.
Bartimeo está alerta; la salvación roza su sombra, no la ve, pero
el sentido interno, la descubre. El grito de “¡Piedad!”, surgido desde la soledad
en que vivía, se escucha más allá de todo ruido. Su insistencia es
fe que actúa, no se deja acallar por otras voces que desvíen su deseo
de mirar; grita más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”.
Jesús, que siempre oye al que con fe lo invoca, se detiene. Él sabe
lo que hay en el corazón del hombre, y lo llama. La esperanza del ciego
ha crecido, arroja el manto y de un salto camina hacia Jesús dando
tropiezos, no le importa, siente cerca el encuentro que cambiará su
vida. Pregunta y respuesta van unidas por un lazo invisible que se transforma
en luz: “¿Qué quieres que haga por ti?” “Maestro, que pueda ver”. El milagro
está hecho; la claridad, venida desde dentro, iluminó sus pasos hacia
fuera, lo llenó de alegría y le dio el tono del canto agradecido: “Grandes
cosas ha hecho por mí, el Señor”.
Ilumina, Señor, a tanto Bartimeo que vaga por el mundo sin
sentido; nosotros como él, te suplicamos: ¡Que veamos, Señor tus
maravillas, y por encima de ellas, a Ti mismo!