Primera Lectura: del libro de los Hechos de loa Apóstoles 13: 14,
43-52
Salmo Responsorial, del salmo 99: El Señor es
nuestro Dios y nosotros su pueblo. Aleluya.
Segunda Lectura: del libro del Apocalipsis
del apóstol Juan 7: 9, 14-17
Evangelio: Juan 10: 27-30.
El gozo
persiste, el Señor ha resucitado, la expresión no puede ser otra que la
alabanza y el reconocimiento al experimentar que el amor que todo lo inició,
sigue presente.
La oración nos
adelanta el Evangelio: “que el pequeño rebaño llegue seguro a donde está su
Pastor resucitado”. Jesús nos ha revelado lo que jamás mente alguna hubiera
podido imaginar y que es fundamento del cristianismo: Ese Pastor es el Hijo y
vive y reina con el padre y el Espíritu Santo. Detengámonos un momento y
reflexionemos en cuántas ocasiones reconocemos a la Trinidad; ojalá lo hagamos
de manera consciente; es el Misterio, la participación de esa íntima
comunicación divina hacia la cual marchamos cada segundo, para completar, como
lo hizo Cristo, todo el camino: “Del Padre salí y vuelvo al Padre”.
Jesús ya ha orado por nosotros: “Padre, quiero que a donde esté Yo, estén
también aquellos que me confiaste”. Puerta segura, Voz que guía y abarca a
todos los hombres como lo atestiguan Pablo y Bernabé: “Así nos lo ha
ordenado el Señor, cuando dijo: Yo te he puesto como luz de los paganos, para
que lleves la salvación hasta los últimos rincones de la tierra”. Esa luz
brilló, pero los hombres no la han reconocido; brilla aún y nos ilumina, “que
no tenga que sacudirse el polvo de los pies como testimonio contra nosotros”.
Por eso, al recordar el Salmo, pidamos la convicción de lo que hemos dicho: “El
Señor es nuestro Dios y nosotros su pueblo”.
El
Apocalipsis, en medio de toda la simbología, confirma la universalidad del
deseo de salvación que viene desde el Padre en Jesucristo, “el Cordero
degollado”. La visión no puede ser más clara: “Muchedumbre que nadie
podía contar; individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y
lenguas”, ¿quién queda excluido?, de parte de Dios: ¡nadie!, de parte de
nosotros, los hombres, los que se cierren – nos cerremos - al llamamiento, a la
invitación, a la entrega; los temerosos que no vivan –vivamos -, como lo
hicieron los que alaban, con vestiduras blancas, blanqueadas en la Sangre del
Cordero, que “no amaron tanto la vida que temieran la muerte y por eso ahora
reinan eternamente”. ¿De verdad tenemos y vivimos un proyecto de vida que
mire hacia La Vida? ¿Captamos la verdad que nos espera? ¡Resurrección y
Paz! “No habrá hambre ni sed, ni sol abrasador, ni llanto, ni tristeza ni
angustia, porque el Señor será nuestro Pastor que nos conduce a las fuentes de
agua viva”. ¡Señor, llena nuestros corazones de fe y esperanza, sin ellas,
será vano todo esfuerzo!
En el
pequeñísimo fragmento del Evangelio de San Juan, revive el llamamiento y la
necesidad que todos experimentamos, de conocer, escuchar y seguir a Jesús. No
es una simple imagen bucólica, es la comparación que está al alcance de todos
los que se oponían a Jesús y a la aceptación de su procedencia y misión. Jesús
responde a la interrogante: ¿Eres Tú el Mesías?, y reprocha la incredulidad de
quienes no quieren reconocerlo; reprocha el rechazo voluntario, reprocha la
negativa de los que no quieren escuchar su voz, y acoge a aquellos que
verdaderamente escuchan y creen; estos entrarán en una estrecha comunicación
con El, lo conocerán y de ese conocimiento crecerán, de manera natural, el amor
y el seguimiento.
Al recordar y
rumiar sus palabras, dejemos que el corazón se esponje, analice y constate si
hemos sabido “escuchar, conocer, seguir, ser conocidos y conducidos” ¿De
Quién nos fiamos? “De Aquel que ha dado su vida por nosotros y no permitirá
que nadie nos arrebate de su mano”. ¿Puede haber otro fundamento más firme
para nuestra fe?