Primera Lectura: del libro del profeta Habacuc 1:
2-3; 2: 2-4
Salmo Responsorial, del salmo 94: Señor, que no
seamos sordos a tu voz
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol
Pablo a Timoteo 1: 6-8, 13-14
Aclamación: La
Palabra de Dios permanece para siempre. Y ésa es la palabra que se les ha
anunciado.
Evangelio: Lucas 17: 5-10.
Es verdad, todo depende de la
voluntad de Dios, pero como Él es respetuoso de su creación, no nos violenta y,
aun cuando veamos que lo congruente sería “no resistirnos a esa
voluntad”, que quiere nuestro bien, podemos desviarnos, ignorarla y
no tener la disponibilidad de “recibir más de lo que merecemos y esperamos”;
este egoísmo y desperdicio nos hace regresar a lo que hemos estado considerando
los domingos pasados: “que tu misericordia nos perdone y nos otorgue lo que
no sabemos pedir y que Tú sabes que necesitamos”.
No es algo nuevo en nuestra relación
de creaturas e hijos, con nuestro Padre Dios; es la constante lucha para que
nos reubiquemos, de ser posible, en cada instante de la vida, nos desnudemos de
las intenciones desorientadas y sintamos el gozo de ser comprendidos y, sobre
todo, amados; que captemos en verdad “aceptar ser aceptados”.
Habacuc, junto con todo el pueblo,
sufre la invasión de los babilonios, puede situarse hacia el siglo VI a.C.
Violencia y destrucción que provocan la queja del profeta, queja que aqueja a
todo ser humano: “¿Hasta cuándo, Señor?”, grito que se eleva esperando
inmediata respuesta que remedie los males, la opresión y el desorden; pero que
no expresa un compromiso personal de acción para resolver los conflictos. No
hay duda de que Dios es Dios y que dirige nuestras acciones, “si lo dejamos”;
no hay duda de que la respuesta final será su firma; pero, ¿cuándo será?, en la
hora veinticinco, ahí constataremos la promesa del mismo Cristo: “Confíen,
Yo he vencido al mundo”, (Jn. 16: 30) ¡Cómo nos cuesta “dejar a Dios
ser Dios”!; ¡cuán lejos estamos de convertir en vida el último versículo: “el
justo vivirá por su fe”.
Nos añadimos a la súplica de los
discípulos: “Auméntanos la fe”, y con ellos nos quedamos pensativos ante
la respuesta de Jesús: “Si tuvieran fe como un granito de mostaza…”,
esa actitud que describe la Carta a los Hebreos: “Es la fe garantía de lo
que se espera, la prueba de realidades que no se ven”. (11: 1)
¿Dónde nos encontramos en esa
relación con Dios?, ¿es para nosotros un factor significativo,
que sólo tomamos en cuenta cuando nos acechan las penas, las desgracias, la
tentación y, pasada la tormenta, volvemos a guardarlo en el desván? ¿Es el
Señor, un factor dominante, - que rige y dirige la conciencia -,
presente antes de tomar cualquier decisión? O, lo que Él desea: ¿es factor
único, a ejemplo de los que viven colgados de su Voluntad; “de los que
beben del agua que Él da, y se convierte en fuente que brota para la vida
eterna”?, como anuncia a la samaritana. (Jn. 4: 14). ¿Qué
respondemos?
Recordando a Santo Tomás de Aquino:
“la fe crece ejercitándola”; de manera cotidiana se nos presentan oportunidades
para hacerlo, para poner al descubierto nuestras intenciones, nuestro proyecto
de vida, la urgencia, como dice Pablo a Timoteo, “de reavivar el don que
recibimos, de amor, de fortaleza y moderación, precisamente para “dar
testimonio de nuestro Señor”, nunca nosotros solos, sino “con la ayuda
del Espíritu Santo que habita en nosotros”, la sociedad anhela encontrar en
nosotros a esos cristianos dispuestos a “dar razón de nuestra esperanza”,
(1ª. Pedro 3: 15); cristianos que no consideramos nuestro contacto con Dios
como un contrato, pues ¿quién podría exigir una paga “por ser amado”?, sino
que, pendientes de su voluntad, la del Amo Bondadoso, podamos decirle: “siervos
inútiles somos, lo que estaba mandado hacer, eso hicimos”, añadimos: ¿qué sigue, Señor?