viernes, 4 de octubre de 2013

27° ordinario, 6 octubre, 2013.



Primera Lectura: del libro del profeta Habacuc 1: 2-3; 2: 2-4
Salmo Responsorial, del salmo 94: Señor, que no seamos sordos a tu voz
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 1: 6-8, 13-14
Aclamación: La Palabra de Dios permanece para siempre. Y ésa es la palabra que se les ha anunciado.
Evangelio: Lucas 17: 5-10.

Es verdad, todo depende de la voluntad de Dios, pero como Él es respetuoso de su creación, no nos violenta y, aun cuando veamos que lo congruente sería “no resistirnos a esa voluntad”, que quiere nuestro bien, podemos desviarnos, ignorarla y no tener la disponibilidad de “recibir más de lo que merecemos y esperamos”; este egoísmo y desperdicio nos hace regresar a lo que hemos estado considerando los domingos pasados: “que tu misericordia nos perdone y nos otorgue lo que no sabemos pedir y que Tú sabes que necesitamos”.
No es algo nuevo en nuestra relación de creaturas e hijos, con nuestro Padre Dios; es la constante lucha para que nos reubiquemos, de ser posible, en cada instante de la vida, nos desnudemos de las intenciones desorientadas y sintamos el gozo de ser comprendidos y, sobre todo, amados; que captemos en verdad “aceptar ser aceptados”.
Habacuc, junto con todo el pueblo, sufre la invasión de los babilonios, puede situarse hacia el siglo VI a.C. Violencia y destrucción que provocan la queja del profeta, queja que aqueja a todo ser humano: “¿Hasta cuándo, Señor?”, grito que se eleva esperando inmediata respuesta que remedie los males, la opresión y el desorden; pero que no expresa un compromiso personal de acción para resolver los conflictos. No hay duda de que Dios es Dios y que dirige nuestras acciones, “si lo dejamos”; no hay duda de que la respuesta final será su firma; pero, ¿cuándo será?, en la hora veinticinco, ahí constataremos la promesa del mismo Cristo: “Confíen, Yo he vencido al mundo”, (Jn. 16: 30)  ¡Cómo nos cuesta “dejar a Dios ser Dios”!; ¡cuán lejos estamos de convertir en vida el último versículo: “el justo vivirá por su fe”.
Nos añadimos a la súplica de los discípulos: “Auméntanos la fe”, y con ellos nos quedamos pensativos ante la respuesta de Jesús: “Si tuvieran fe como un granito de mostaza…”,  esa actitud que describe la Carta a los Hebreos: “Es la fe garantía de lo que se espera, la prueba de realidades que no se ven”. (11: 1)
  ¿Dónde nos encontramos en esa relación con Dios?, ¿es para nosotros un factor significativo, que sólo tomamos en cuenta cuando nos acechan las penas, las desgracias, la tentación y, pasada la tormenta, volvemos a guardarlo en el desván? ¿Es el Señor, un factor dominante, - que rige y dirige la conciencia -, presente antes de tomar cualquier decisión? O, lo que Él desea: ¿es factor único, a ejemplo de los que viven colgados de su Voluntad; “de los que beben del agua que Él da, y se convierte en fuente que brota para la vida eterna”?, como anuncia a la samaritana. (Jn. 4: 14). ¿Qué respondemos?
Recordando a Santo Tomás de Aquino: “la fe crece ejercitándola”; de manera cotidiana se nos presentan oportunidades para hacerlo, para poner al descubierto nuestras intenciones, nuestro proyecto de vida, la urgencia, como dice Pablo a Timoteo, “de reavivar el don que recibimos, de amor, de fortaleza y moderación, precisamente para “dar testimonio de nuestro Señor”, nunca nosotros solos, sino “con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros”, la sociedad anhela encontrar en nosotros a esos cristianos dispuestos a “dar razón de nuestra esperanza”, (1ª. Pedro 3: 15); cristianos que no consideramos nuestro contacto con Dios como un contrato, pues ¿quién podría exigir una paga “por ser amado”?, sino que, pendientes de su voluntad, la del Amo Bondadoso, podamos decirle: “siervos inútiles somos, lo que estaba mandado hacer, eso hicimos”, añadimos: ¿qué sigue, Señor?