Salmo Responsorial, del salmo 33: El Señor no está lejos de sus
fieles.
Segunda
Lectura:
de la segunda carta del apóstol Pablo a Timoteo 4: 6-8, 16-18
Aclamación: Dios
ha reconciliado consigo al mundo, por medio de Cristo, y nos ha encomendado a
nosotros el mensaje de la reconciliación.
Evangelio: Lucas 18: 9-14.
¿Se alegra, con toda
sinceridad, mi corazón porque busco continuamente la ayuda del Señor, porque
anhelo estar en su presencia? ¿Cómo es mi trato con Dios, ha pasado a ser para
mí un factor determinante,
ojalá,único, a quien acudo
antes de cualquier elección, a quien reconozco como mi Señor? ¿Es mi oración un
monólogo o un diálogo humilde y confiado que pide la solidificación de la fe,
la esperanza y el amor para enderezar el camino y seguir sus mandamientos, para
agradarlo y recibir de Él la corona prometida a cuantos esperan su venida?
¿Cuál es la realidad, mi
realidad a la que me enfrento?, esa “verdadera historia” que pide San
Ignacio, la que es y como es, abierta en abanico, sin intentar solapar mi
pequeñez con las minúsculas acciones, sin duda buenas, pero que distan, años
luz, de lo que Él espera de mí. De ninguna manera se trata de un juicio
condenatorio global, sino de que analice, con franqueza, si estoy viviendo el
“cumplimiento” partido: “cumplo y miento”, o bien he profundizado en mi
interior y me encuentro, sin rodeos, “pecador”. Viene a cuento lo que dice San
Agustín: “pecador no es tanto
el que peca, sino el que se sabe capaz de pecar”, de hacer a un lado a Dios
y ponerse en el centro del propio hasta la acción, dictada por la intención: en
la soberbia, en el apropiarse de lo que no es suyo, esgrimirlo como propio,
como algo que le pertenece y que guarda, de manera larvada, el desprecio a los
demás.
Por más que lo intente, “el Señor no se deja impresionar
por apariencias…, escucha las súplicas del oprimido…, la oración del humilde – aquel que reconoce la verdad -, que atraviesa las nubes y, mientras no
obtiene lo que pide, permanece sin descanso y no desiste hasta que el justo
Juez le hace justicia”. Esta
es la oración que oye Dios: “Señor,
apiádate de mí que soy un pecador”. Se que no habrá cambios espectaculares
en mi vida, no prometo nada, me voy conociendo y he constatado que esos
propósitos, hechos mil veces, yacen olvidados en papeles amarillentos,
simplemente estoy aquí para que me mires como sólo Tú sabes hacerlo: con
misericordia, perdón y comprensión. ¡Mírame para que alguna vez pueda mirarte!
¡Aparta de mí la tentación de “la ilusión de la inocencia”, la que me haría,
como incontables veces lo ha hecho, sentirme superior: ¡“Yo no soy como los
demás”!
Que aprenda de los que
te han servido fielmente, de Pablo, que siente en todo momento que “has estado, estás y permanecerás a
su lado”, para luchar bien en el combate, para continuar caminando hacia la
meta, perseverante en la fe, esperanzado en recibir el premio prometido; sin
enorgullecerse por sus méritos, pues sabe de dónde proviene la capacidad de
pronunciar y mantener el ¡sí! del compromiso para llegar, sostenido por ti, al
Reino celestial y proclamar: ¡Gloria al Único que la merece!