Primera
Lectura: del libro del profeta Isaías. 49: 3, 5-6
Salmo Responsorial, del
salmo 39: Aquí estoy,
Señor, para hacer tu voluntad.
Segunda
Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 1:
1-3
Aclamación: Aquel que es la Palabra se
hizo hombre y habitó entre nosotros. A todos los que lo recibieron les concedió
poder llegar a ser hijos de Dios
Evangelio: Juan
1: 29-34.
Bautizados por Jesús, no solamente en el agua, sino, en el Espíritu
Santo, nos unimos en la Antífona de Entrada a
“los himnos en honor y alabanza
del Señor en toda la tierra”. Himnos que nos ayudan a reconocer el “amor con el que gobierna cielo y tierra”,
presencia que hará que “los días de
nuestra vida transcurran en su paz”.
Isaías nos pone, otra vez, en contacto, a través del segundo cántico del
Siervo de Yahvé, con “el Elegido” para manifestar a través de él, su gloria. El
apelativo de “Siervo”, en la Sagrada Escritura, se reserva a grandes personajes
en la historia de la salvación: Abrahám, Moisés, David, pero referido a
Jesucristo realiza todo su contenido: “formado
desde el seno materno…, luz de las naciones, para que haga llegar la salvación
hasta los últimos rincones de la tierra”.
Ya considerábamos en la fiesta de Epifanía, la manifestación universal
de Dios que nos abarca a todos los hombres. Y el domingo pasado, al asombrarnos
que la misma Pureza quiera recibir el bautismo, escuchamos la voz del Padre que
rompe toda duda: “Este es mi Hijo muy
amado en quien tengo todas mis complacencias”.
¿En qué consisten las complacencias del Padre?, sencillamente en vivir
conforme a su voluntad, como entonamos en el Salmo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”; en esperar plenamente
en Dios; en experimentar su acción con una docilidad sorprendente y aguardar
las consecuencias: “Él se inclinó hacia mí
y escuchó mis plegarias. Él puso en mi boca un canto nuevo, un himno a nuestro
Dios”. Desde un corazón de tal
manera abierto que comprende y acepta que no bastan sacrificios ni holocaustos
para agradar a Dios, comprendemos que nuestro Padre “no quiere cosas”, nos
quiere, conforme al ejemplo de Jesús que se pronuncia, de manera definitiva: “¡Aquí estoy!”; penetremos en el
compromiso que esta decisión encierra: “Hacer
tu voluntad, esto es lo que deseo: tu ley en medio de mi corazón”.
Misterio que empuja al asombro y a la contemplación más que a una
ilación de disquisiciones intelectuales: Ver al Hijo de Dios hecho hombre como yo.
Mirar a Aquel que existe desde siempre, “en quien reside la plenitud de la
divinidad” (Col. 1: 19), dispuesto a buscar su misión, encontrarla y
cumplirla.
Considerar lo que hace: pasa, ¡con
qué sencillez!, y atrae y arrastra miradas y corazones. Acepta ser “el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo” y el camino
que lo llevará hasta cumplir, hasta la mínima coma, la Voluntad del Padre.
A esto nos conduce el estar “bautizados por el
Espíritu de verdad”; a recuperar nuestra identidad de cristianos, seguidores de
Cristo; a liberarnos del egoísmo y la cobardía; a abrirnos al amor solidario,
gratuito y compasivo; a mostrarnos como “santificados,
como pueblo santo que invoca el nombre de Cristo Jesús”. La consecuencia surge de inmediato:
experimentar “la gracia y la paz de parte
de Dios, nuestro Padre”. El Espíritu Santo no se equivoca, ¡pidamos
aprender a dejarnos guiar por Él!