sábado, 25 de enero de 2014

3º Ordinario, 26 enero 2014.


Primera lectura; del libro del profeta Isaías 8: 23-9: 3
Salmo Responsorial, del salmo 26: El Señor es mi luz y mi salvación.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 1: 10-13, 17
Aclamación: Jesús predicaba la buena nueva del Reino y curaba las enfermedades y dolencias del pueblo.
Evangelio: Mateo 4: 12-23.

La Antífona de Entrada parece un eco que se prolonga desde la del domingo pasado: “que todos canten himnos en tu honor”, la razón la hemos ido descubriendo a través de la liturgia: “porque hay brillo y esplendor en su presencia”.  Donde está Dios no puede haber tinieblas, ni obscuridad, ni titubeos.

Juan Bautista ha pedido: “enderecen los caminos, que toda montaña sea aplanada y todo valle rellenado”, alejen las intenciones torcidas, abajen la mirada soberbia, llenen de entusiasmo los desánimos, “ya llega el que existía antes que yo”. Es Jesús sobre quien ha descendido el Espíritu Santo, es Él quien conduce nuestra vida por la senda de sus mandamientos y unidos a Él produciremos frutos abundantes.

Siempre me ha atraído considerar la Sagrada Escritura como dos grandes pilares, el Antiguo y el Nuevo Testamento y Cristo como el arco que los une. Desde Moisés y los Profetas hasta Juan, todo va referido al momento de la plenitud de los tiempos. “En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas. Ahora, nos ha hablado por su Hijo…” (Hebr. 1:1)  En la primera lectura, Isaías abre el horizonte geográfico, “desde Zabulón y Neftalí, que se llenarán de gloria camino del mar, más allá del Jordán, en la región de los paganos”.  Tiempos de crisis, de asedio militar de los asirios, de deportación, de tristeza y obscuridad…, pero resuena la voz profética: “ese pueblo vio una gran luz”.

San Mateo retoma esa voz que habla en pretérito, para aquellos un presente ansiado, y nos muestra a Jesús que inicia su predicación precisamente en “la Galilea de los paganos”; no donde bautizaba Juan, no en Nazaret su pueblo natal, va a Cafarnaún a la ribera del lago, en cruce de caminos, ciudad abierta al mar, desde donde partirá la salvación para todos los pueblos.

Todavía resuena en la memoria el Salmo 39 que cantábamos el domingo anterior: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad. Esto es lo que quiero, tu ley en medio de mi corazón”, que ahora complementamos con la última frase del 26: “Ármate de valor y fortaleza y en el Señor confía”. Juan ha sido encarcelado, Jesús no se arredra: “Comenzó a predicar diciendo: Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos”. Escuchándolo no podemos quedarnos sentados en las tinieblas, Cristo Luz, sigue brillando, sigue llamando a la humanidad, a la Iglesia, a cada uno de nosotros, como llamó a sus primeros discípulos que, “dejándolo todo, lo siguieron”.

Ponernos, decididos, todo al servicio de Dios y a buscar la unidad en la fe y en el amor. Que esta sea nuestra petición primordial, recordar que finalizamos la octava de oración por la unión de las Iglesias, y la otra no menos necesaria: ¡Danos vocaciones según Tu Corazón!, que las familias propicien la entrega de los hijos e hijas a la vida consagrada.