Primera Lectura: del libro de los Hechos de los
Apóstoles 1: 1-11
Salmo Responsorial, del salmo 46
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los
Ef. 4: 1-13
Evangelio: Marcos Mc. 16: 15-20.
La
antífona de entrada nos anticipa el fin del relato que leímos en Hechos de los
Apóstoles: no podemos quedarnos inmóviles “mirando
al cielo”, con un sabor amargo de separación y despedida, y menos aún con
un corazón frustrado porque nada de lo
que esperábamos ha sido como lo esperábamos. ¿Cuánto de visión terrena
existe en el trato con Cristo, vamos penetrando en la totalidad del Misterio de
Jesús, con una mirada pobre pero que se esclarecerá con la llegada del Espíritu
Santo? Mirada que no se inició con la llamada del mismo Jesús a los discípulos
y a cada uno de nosotros, sino desde el instante de su Encarnación, lo
escondido de su vida oculta, sus andares por la tierra anunciando el Reino, su
Pasión, su Muerte, su Resurrección y ahora, su glorificación: “nadie sube al cielo excepto el que bajó del
cielo”. (Jn. 3: 13) Verdaderamente ahora “Todo está cumplido”, (Jn. 19: 30).
En
el camino que finalizará con su despedida, el Señor instruye a los discípulos,
y como siempre, en ellos a nosotros; igual que ellos, necesitamos crecer en la
fe, mirar más allá de los anhelos terrenos, sentir que la debilidad propia de
nuestra naturaleza es capaz de ser fortalecida: “Aguarden a que se cumpla la promesa del Padre…, dentro de pocos días
serán bautizados en el Espíritu Santo”. De sobra sabemos que “Dios es fiel a sus promesas”; ésta la
sigue cumpliendo, en la
Iglesia , en los Sacramentos, en la Eucaristía. El
Espíritu de Dios, que es Dios, como el Padre y Jesucristo, está presente, la Santísima Trinidad ,
nos guía, nos conduce y nos ilumina continuamente. De verdad necesitamos la luz
del Espíritu par seguir confiando “en la
eficacia de su fuerza poderosa”. Llamados a ser uno en Cristo para que se
cumpla su Palabra: “en Él nuestra alegría
será plena”.
Ayúdanos,
Señor, a comprender lo que dijiste en ese largo “testamento” preñado de sentido
de trascendencia, de cariño y de entrega: “Si
me amaran, se alegrarían conmigo de que me vaya al Padre, porque el Padre es
mayor que yo”. (Jn. 14: 28) Aceptar tu realidad humana como la nuestra y
nuestra vocación de eternidad, como la tuya. La exhortación de Pablo nos hace
pisar la realidad para llegar a la Realidad: “llevar una vida digna del llamamiento que hemos recibido; humildes,
amables, comprensivos, - simplemente como Tú -, unidos en el amor y en la certeza de que el Espíritu nos conjunta para
formar un solo cuerpo”.
Tú
sí puedes decir: “me voy pero me quedo”; ya no hay fronteras terrenas ni
limitaciones espaciales, te nos entregas a todos y tu llamamiento persiste,
incesante, de modo que no exista quien no haya escuchado de Ti y del Reino. Lo
sabemos pero nos lo recuerdas: ha llegado la hora de la Iglesia, Tú quisiste
tener necesidad de los hombres y nos sentimos, debemos sentirnos contentos
porque, desde Ti, todas nuestras acciones cobran sentido, tienen horizonte y se
encaminan a la meta que ya lograste en Ti y para todos.
Te
pedimos que sigas reforzando la fe de la Iglesia, la nuestra y que tengamos los
ojos abiertos para constatar que “actúas
con nosotros y confirmas la predicación”; en verdad no te pedimos milagros,
sino que nos conviertas a cada uno en un milagro de tu presencia en el mundo.