Primera Lectura: del libro del
profeta Isaías 55: 10-11
Salmo Responsorial, del salmo 64: Señor, danos
siempre de tu agua.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol
Pablo a los romanos 8: 18-23
Aclamación: La semilla es la palabra de Dios y el sembrador es
Cristo; todo aquel que lo encuentra vivirá para siempre.
Evangelio: Mateo 13: 1-23.
Yo
quiero acercarme a Ti, Señor,” y saciarme
de gozo en tu presencia “. El querer, acción volitiva, que si no es
iluminada por el conocimiento y el razonamiento, decidirá en la obscuridad con
el riesgo de elegir equivocadamente. Por eso pedimos, con enorme confianza, en
la oración que “la Luz del Evangelio nos
devuelva al camino de la Verdad”, solamente así seremos capaces de realizar en plenitud el
significado de nuestro cristianismo: el seguimiento de Cristo, y aprenderemos a
discernir y a determinarnos por cuanto nos allegue a Él.
La
Palabra, lluvia que fecunda, que hace germinar, que da de comer, meditada, rumiada a ejemplo de María, nos
transformará en campo fecundo, y, solamente volverá a Dios después de cumplir
su voluntad y llevar a cabo la misión que en ella nos sigue encomendando.
Todos hemos vivido la experiencia de
angustiantes sequías, de campos desolados, de tantos hermanos que se afanan por
cosechar en tierra dura que no responde a la entrega diaria de horas y horas de
trabajo; elevamos las súplicas al Señor para que “prepare las tierras para el trigo”, el maíz, el sorgo y tantos
frutos más, “riegue los surcos, aplane
los terrenos, reblandezca el suelo, bendiga los renuevos”.
Sabemos
que Dios no “maneja” a capricho ni estaciones, ni voluntades, al aprender a
confiar en su Providencia, nos comprometemos a aceptarla, a colaborar, a
reconocer que desde su Luz y su Palabra encontraremos que es verdad lo que nos dice Pablo en la segunda lectura: “los sufrimientos de esta vida no se pueden
comparar con la gloria que un día se manifestará en nosotros”; esperanza
firme, segura, que nos da la trascendencia, que brota desde la Revelación que
el Señor nos proporciona: “gloria de los
hijos de Dios”, liberados de la esclavitud y junto con nosotros la
creación, en la realidad del ya-pero-todavía-no, pero con el mejor apoyo que
pudiéramos imaginar: “el Espíritu que
intercede por nosotros y nos asegura la redención de nuestros cuerpos”.
San
Mateo abre el capítulo 13 con la parábola del Sembrador y proseguirá con más y
más parábolas. La de este domingo la sabemos de memoria, la hemos meditado y
tratado de comprender esa explicación que Jesús da a sus discípulos y a
nosotros, que debemos sentirnos gozosos porque “muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven, y no lo
vieron, oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron”. Más que detenernos a
considerar en dónde cayó la semilla, la sugerencia iría más adentro: ¿qué tanto
la Palabra de Jesús, su actuación, su ejemplaridad, su desvivirse por el Reino,
ocupan el lugar central de nuestra vida? Dificultades, problemas, tentaciones
de desánimo, de inconstancia, nos cercarán siempre, para superarlas, regresemos
a las últimas palabras de Isaías, que son de Dios mismo: “Las palabras que salen de mi boca, -ya pronunciadas por Jesús-, no volverán a mí sin resultado”, y
podríamos añadir otras: “Por sus frutos
los conocerán”. (Mt. 7: 16). Tenemos
en la Eucaristía la fuerza del Pan de Vida, comámoslo, asimilémoslo y dejémonos
asimilar por Él.