Salmo Responsorial, del salmo 118: Yo
amo, Señor, tus mandamientos.
Segunda Lectura:
de la carta del apóstol Pablo a los romanos 8: 28-30
Evangelio:
Mateo 13: 44-52.
Vende cuanto tiene y compra aquel campo.
Será imposible “habitar juntos en
la casa del Señor”, sin la Sabiduría que viene de Él mismo, sin la protección
que nos enseñe a “usar de tal forma de los bienes de la tierra que no
nos impida obtener los eternos”. La “regla de oro” que propone San Ignacio
en el Principio y Fundamento de los Ejercicios. La conocemos bien
conceptualmente, pero para bajarla a la práctica necesitamos comprender y vivir
“la Indiferencia”; en ella encontraremos la capacidad, otra vez como Gracia,
pero buscada, la capacidad del discernimiento, del auténtico desasimiento de
todo lo que nos ata a lo efímero, a lo inmediatamente gustoso, atractivo,
deleitable, ciertamente no por desprecio sino por justiprecio, porque, ¡ojalá
sea cierto!, “solamente buscamos lo que más conduce al fin para que hemos sido
creados”.
¡Que tuviéramos la visión de Salomón
para pedir lo que necesitamos!: “no larga vida, ni riquezas, ni el triunfo
sobre los enemigos, sino sabiduría para gobernar y gobernarnos”; con la
verdadera Sabiduría “vendrán todos los bienes”, aun los no solicitados.
¿De dónde sino del mismo Dios llega esa inspiración, esa mirada que apunta a lo
trascendente, que busca y desea mucho más allá de lo que nos rodea? Ejemplo e
invitación para pedirla con fe, con firmeza, constancia, seguridad, porque
sabemos a Quién acudimos: “Al Dador de todo bien”. Fruto inmediato, si
el Señor nos la concede, será la coherencia entre deseo y acción: “Yo amo,
Señor, tus mandamientos”. Las razones convincentes que mueven ese amor, las
explaya con profusión el Salmo: “Valen más que miles de monedas de oro y
plata, son luz para el entendimiento y llenan el interior de contento”.
¿Experimentamos en la vida lo que nos
dice San Pablo: “todo contribuye para bien de los que aman a Dios”?
¡Limpiemos de escoria nuestra visión de Dios; ciertamente no es el Dios de la
ley, de los cumplimientos exteriores, de los sacrificios en el Templo, es el
Padre que nos vino a revelar Jesucristo, el Dios de los deseos, el Dios que
atrae, no por obligación, no por miedo, no por costumbre, sino por su Bondad,
su cercanía, su invitación para que “reproduzcamos la imagen de Aquel que es
el primogénito entre muchos hermanos, en quien tiene sus complacencias”. Hacerlo,
desgranará las consecuencias, las que miran el “para siempre”. No excluye a
nadie, pues todos somos hijos e hijas y a todos “predestina, llama,
justifica y glorifica”.
Las parábolas animan a la búsqueda y
prometen el encuentro: “el tesoro escondido, la perla valiosa, la red llena
de pescados”, son el discernimiento en acción, el que nos da a conocer el
bien encontrado, apreciado, abrazado de tal forma que cambie la orientación de
una vida que podría convertirse en monótona y gris, en alegría que nos alumbre
y alumbre al mundo, a todos los que entren en contacto con nosotros, porque
percibirán que hay algo totalmente nuevo en nuestros corazones: ¡nos hemos
encontrado con el Dios de la vida!