Salmo Responsorial,
del salmo 95: Te alabamos, Señor
Segunda Lectura:
de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 12: 4-11
Aclamación: Se abrió el
cielo y resonó la voz del Padre, que decía: "Este es mi Hijo amado;
escúchenlo"
Evangelio; Juan 2:
1-11.
Todavía con el sabor del amor y
del misterio que el Padre nos ha revelado en Jesucristo, comenzamos la serie de
domingos ordinarios, con la atención despierta, con la expectación constante
para seguir creciendo en la profundización del significado de todo lo que en
este tiempo de Anuncio, Navidad, Epifanía, Bautizo del Señor hemos vivido.
Ansiamos de verdad que la
antífona de entrada se vuelva realidad: “Que
se postre ante el Señor la tierra entera, que todo ser viviente alabe al
Señor”. ¿Llegará el día en que la humanidad entera aprenda a levantar los
ojos, a doblar las rodillas agradecidas por tanto bien recibido, a dejarse
guiar por el amor paterno y a comprender que solamente así transcurrirán los
días en paz y en armonía? Tú mismo lo prometes, Señor y tu palabra es
verdadera: “Por amor a mi pueblo” –
que somos todos – “haré surgir al justo y
brillará su salvación como una antorcha”. Nuestra esperanza, espera, a pesar de vivir
largos lapsos de obscuridad y angustia. No más desolación, ni sombra de
abandono; no se trata de Ti, somos nosotros los que hemos tergiversado el
camino y damos pasos de ciego en medio de la luz, por eso deseamos escuchar tu
palabra que alumbra, entusiasma y anima: “A
ti te llamarán ´Mi complacencia´, y a tu tierra ´Desposada´”. ¿Puede haber
algo que cause más alegría que el sabernos complacencia de Dios?, ¿puede un esposo
enamorado olvidar el día de su boda? ¡Renuévanos, Señor, la memoria para poder
cantar tus grandezas y especialmente la mejor de todas: “Que nos has llamado a participar de la gloria de nuestro Señor
Jesucristo”!
El Espíritu ha derramado dones a
raudales, todos “para el bien común”,
para que ayudándonos los unos a los otros, reencontremos el camino de la Vida, la comunidad que supera
las divisiones porque es el mismo Espíritu el que actúa en nosotros, de Él
vienen la posibilidad de la justicia y la seguridad de la salvación.
¿Reconocemos y usamos los que nos ha dado?
En el Evangelio de hoy, San Juan
nos muestra, en María, un modelo de quien pone en acción los dones personales
para bien de los demás.
Jesús y María han sido invitados
a una boda; la alegría llena el recinto y parecería que nadie se ha dado cuenta
de algo que resultaría bochornoso, de algo que rompería la alegría de la
fiesta; pero… ahí está María, la mujer perspicaz, la atenta, la cuidadosa, la
que vela por todos, la silenciosamente humilde y confiada; se acerca a Jesús y
le dice: “Ya no tienen vino”. Asimila
la respuesta desconcertante de su Hijo: “Mujer,
¿qué podemos hacer tú y yo? Todavía no ha llegado mi hora”, y con el amor y
la confianza de Madre de Jesús y Madre
nuestra, Intercesora inigualable, indica a los servidores: “Hagan lo que Él les diga”. Ya escuchamos y conocemos la secuencia.
Agua convertida en un vino mejor que el primero; asombro de los sirvientes que
habían hecho caso a María y a Jesús y el reproche admirado al novio, de parte
del encargado de la fiesta.
Dos actitudes deberían seguir
latiendo en nosotros: continuar escuchando a María que nos repite: “Hagan lo que Él les diga” y la mente y
el corazón abiertos de los discípulos que “creyeron
en Él”.