Salmo Responsorial,
del salmo 18: Tú tienes, Señor, palabras de vida eterna.
Segunda
Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 12: 12-30
Aclamación:
El Señor
me ha enviado para anunciar a los pobres la buena nueva y proclamar la
liberación a los cautivos.
Evangelio:
Lucas 1: 1-4, 14-21.
Permanece
nuestra expectativa-deseo: “Todos los
hombres de la tierra, canten al Señor un cántico nuevo” La novedad está en
el reconocimiento de la gratuidad, de sabernos amparados por el “esplendor de su gloria”; canto que
brota simplemente al percibir nuestro ser de creaturas que se goza en el Creador.
Canto admirado y agradecido.
Desde
el conocimiento de nuestra limitación, bajamos a nuestra realidad y pedimos lo
que no podríamos lograr por nosotros mismos: “producir frutos abundantes”, y comprendemos que sólo de Él puede
llegar la ayuda para dar esos frutos, unidos íntimamente a Jesucristo. Casi
espontáneamente hacemos la referencia a lo que el mismo Jesús nos dice en el
evangelio de San Juan: “Yo soy la vid,
ustedes los sarmientos, así como el sarmiento no puede dar fruto si no está
adherido a la vid, así ustedes sin Mí, no pueden hacer nada” (15: 4-5).
Unidos
a Él por el conocimiento de la Revelación, por la escucha de su Palabra. La
alegría de saber el camino, de comprender la profundidad de la Ley, de
acercarnos a la interioridad de Dios que se nos manifiesta, queda plasmada en
la lectura del libro de Nehemías. El entendimiento, iluminado por la Verdad
mueve a la voluntad a elegir Bien, y como hemos meditado en incontables
ocasiones, “La Palabra de Dios es viva y
eficaz”, lo vemos en la reacción del Pueblo al descubrir el poder de esa
Palabra: “No estén tistes, porque
celebrar al Señor es nuestra fuerza.”
Conciencia que se prolonga en el salmo: “Tú tienes, Señor, palabras de vida eterna”, en ellas hay
perfección, rectitud, sabiduría, verdad, plenitud, refugio y salvación.
“Los
hombres no somos islas”, dice Thomas Merton; nos necesitamos unos a otros, tan
fuertemente como nos lo explica San Pablo en el fragmento que escuchamos de la
Carta a los Corintios: somos muchos, pero formamos un solo cuerpo y tenemos a
Cristo como Cabeza; tal como experimentamos en la vida, que donde va la cabeza,
va el cuerpo, y donde está el cuerpo está la cabeza, de idéntica forma debería
de ser nuestro proceder, acordes, unidos, identificados con Cristo, para
ejercer en bien de todos, –como analizábamos el domingo pasado-, los dones con
que Dios dotó a cada uno. Multiplicidad de cualidades que confluyen al mismo
fin: construir, con la Gracia del Espíritu, la totalidad del Cuerpo de Cristo.
En el mejor de los sentidos, ¡no hay escape posible, si de verdad deseamos
llevar a término nuestro caminar en el mundo.
San
Lucas, después de haberse informado minuciosamente de todo, desde el principio,
nos presenta el programa de Jesús. El Cristianismo no consiste en leyes,
preceptos y normas, no puede contentarse con escuchar, (recordemos que para el
pueblo hebreo el escuchar ya es realizar), nos urge pasar a la acción: conocer,
amar y seguir los pasos de Jesús: con la unción del Espíritu, conforme a la
complacencia del Padre, viene “para
llevar a los pobres la Buena Nueva, para anunciar la liberación a los cautivos
y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y anunciar el año
de gracia del Señor”. En Él se cumple la profecía de Isaías y en nosotros,
si es que aceptamos su programa, debe de continuarse. Éste, no otro, es el
camino para proseguir la construcción del Cuerpo Místico.
Como
Jesús vino a sembrar libertad, luz y gracia, no solamente en Galilea sino en el
mundo entero, queremos, asombrados y agradecidos, cuidar y acrecentar lo que Él
sembró, iniciando en nuestros interiores para impulsar a cuantos nos vayamos
encontrando en la vida, a trabajar para que esa luz, esa libertad y esa gracia,
alcancen la plenitud. Conscientes de la magnitud de la empresa, volvemos a
pedir que Jesús nos mantenga adheridos a Él para poder “dar frutos abundantes”.