Primera Lectura: del libro del Deuteronomio 26: 4-10
Salmo Responsorial, del salmo 90: Está conmigo,
Señor, en la tribulación
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los
romanos 10: 8-13
Evangelio: Lucas 4: 1-13.
Comenzamos
el miércoles un tiempo “fuerte”, la
Cuaresma, el largo y profundo acompañamiento de Jesús hasta la Resurrección, sin que
podamos dejar de lado lo que la precede: la Pasión y la Muerte.
Tiempo de
invocación, de meditación, de reorientación de lo que confesamos son los
valores que dirigen nuestras vidas; tiempo de crecer, más y más, en el
conocimiento de Jesucristo para ajustar nuestros pasos a su ejemplo; tiempo de
gracia y de perdón; tiempo de sincera conversión, de penitencia, de
arrepentimiento, de gratitud porque el Señor nos deja ver claro el camino ascensional,
no exento de dificultades y tentaciones, pero que lleva a la victoria sobre el
demonio, la soberbia y la temporalidad.
Las
lecturas nos proponen una confesión de fe, un “credo” activo, vivido,
histórico, comprometedor, que no se contenta con una aceptación de verdades
expresadas verbalmente a nivel ideológico-dogmático, sino que arranca de la
experiencia de un Dios que actúa, que está cerca, que libera, que promete y que
cumple, y espera, paciente, en reciprocidad, una respuesta libre, total y
convencida.
En el
Deuteronomio Moisés dicta la pauta, de parte de Yahvé: “Cuando presentes tus ofrendas…, dirás: mi padre fue un arameo
errante…, bajó a Egipto, ahí nos esclavizaron y oprimieron; pero el Señor nos
sacó con mano fuerte y brazo extendido.” La experiencia de vida, la
circunstancia adversa, la imposibilidad, hacen palpar la pequeñez del hombre,
de todo hombre; recibir la libertad “de” esa servidumbre, impulsa a ejercitar
la libertad “para” aceptar la
Alianza y entonces sí, con todo el ser: “adorar al Señor”. Que prosiga, como constante latido, el
reconocimiento que nos vuelve grandes: “Tú
eres mi Dios, en Ti confío”. No es una abstracción, es la realidad entre
las manos.
Ahí está,
al alcance del corazón y de la boca: “Declarar
que Jesús es El Señor”. Declarar es haber comprendido y aceptado que la
salvación viene de Dios a través del único Mediador que es Cristo, que
recibimos su mensaje y queremos llevarlo a la práctica; hacerlo, nos asegura “que seremos salvados por Él”.
El proceso
es mirarlo y admirarlo en su proceder; hombre como nosotros, está sometido a la
tentación. El ejemplo a seguir: días de ayuno, de oración, de contacto con el
Padre, aprendamos que solamente de ahí vendrá la fuerza, la firmeza, la
victoria; tentación que a todos nos acosa: lo material, lo económico, el
consumismo; ante ella, la reacción
tajante: “No sólo de pan vive el hombre
sino de toda palabra que viene de la boca de Dios”.
Tentación
de poder, de riqueza, de influencia, de lograr el fin sin importar los medios:
Vuelve la claridad nacida del amor al Padre: “Adorarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás”. Los ídolos que
nos engañan, caen por tierra. ¿Al fin comprenderemos?
Lo
espectacular, lo que, sin duda, convencería a la sociedad ansiosa de signos
especiales; Jesús, el Hijo en quien el Padre tiene todas sus complacencias
porque vive según su Voluntad, lo destroza: “No
tentarás al Señor tu Dios”.
Las
culturas cambian, el tentador se adecua a las nuevas circunstancias, y según
ellas, sigue poniendo tropiezos; es fuerte, nos cerca de mentiras, de vanas
ilusiones, nos incita a lo fácil, lo agradable, lo placentero…, a veces nos
sentimos desprotegidos, es el momento de afirmar nuestra fe: “Fiel es Dios que no permitirá que seamos
tentados más allá de nuestras fuerzas”.
Mil veces
lo hemos dicho, hagámoslo ahora más concientes: “No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos de todo ma. Amén.”