Primera
Lectura: del libro del Géneris 15: 5-12, 17-18
Salmo Responsorial, del
salmo 26: El Señor es mi luz y mi salvación.
Segunda
Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los filipenses 3: 17 a
4: 1
Aclamación: En
el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre, que decía: “Éste es mi Hijo
amado; escúchenlo”.
Evangelio: Lucas 9:
28-36.
¿De Quién está ansioso nuestro corazón?, ¿a Quién
deseamos encontrar?; depende de la búsqueda. ¿Podríamos confesar con el Salmo: “Busco tu rostro, Señor no me lo escondas”?
Supongo y espero que nuestra respuesta sea afirmativa, pero ¿qué rostro
del Señor buscamos?, ¿con qué ojos, con qué intención?
En la oración explicitamos el
deseo: “alimenta nuestra fe con tu
Palabra y purifica los ojos de nuestro espíritu…solamente así seremos capaces
de contemplar tu gloria y colmarnos de alegría”.
No se trata de un Dios “imaginado”
a nuestro gusto, a nuestra conveniencia, un Dios al que le pedimos que “se
apiade” de nosotros y haga nuestra voluntad; ¡cuánto lo hemos distorsionado!
Busquemos el verdadero rostro de Dios en Cristo, el Único Mediador, “por quien obtenemos la redención, el
perdón, el que nos hace visible al Padre” (Col 1:15-17), el que no se
arredra ante el encargo recibido: para poder realizarlo hace espacios largos
para estar con Él, para orar, para clarificar su propio interior después de
haber oído las respuestas de sus discípulos, las que no huyen del compromiso y
también la inspirada a Pedro por el Padre: “Tú
eres el Mesías de Dios”; Jesús necesita del retiro para reafirmar su “Ser
de Dios” y continuar su ascensión hasta la plenitud.
La promesa hecha por Yahvé a Abram:
“Así será tu descendencia”,
incontable como las estrellas, como las arenas, se convierte en realidad en
Jesucristo: “Te daré en heredad todos los
reinos de la tierra”, “Le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra”, y
la de Pablo: “Al nombre de Cristo se
doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos y todos confiesen
que Jesucristo es el Señor”. “De su Plenitud todos hemos recibido gracia sobre
gracia”.
No es la tierra prometida la que
nos espera como fruto de la Plenitud de Cristo, sino que ya somos “ciudadanos del cielo, de donde esperamos
la venida de nuestro salvador, Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo
glorioso, en cuerpo glorioso como el
suyo.” ¡Mantengámonos fieles en el Señor!
¡Qué humilde y sano orgullo poder
decir, con Pablo y con tantos otros que se mantuvieron fieles, que vivieron
colgados de Dios, que creyeron, confiaron y actuaron conforme al único modelo: “Sean imitadores míos como yo lo soy de
Cristo”!
Segundo domingo de Cuaresma,
iluminado por la Transfiguración, por el destello divino en la humanidad de
Cristo, que nos deja entrever la gloria que nos aguarda, pero a la vez, la
necesidad de bajar del monte fortalecidos por la contemplación y la experiencia
vivida de Dios cercano, que invita con claridad a que “Escuchemos” y, consecuentemente, sigamos a Jesús, “el Hijo, el escogido”.
Con Pedro, Juan y Santiago captamos
la unidad total de la Escritura que desemboca en el que ha sido fiel
comunicador de la tradición oral: Elías; escuchemos la conversación: “Hablaban de la muerte que le esperaba en
Jerusalén”.
Por más que deseáramos hacernos un
“dios a nuestra medida”, Él se encarga de corregir nuestras cómodas
desviaciones; a la gloria se llega por la muerte y la resurrección y el corazón
se prepara en la oración, en la soledad y el silencio, venciendo el sueño y las
fantasías infantiles.
Cristo nos da la definitiva
interpretación de la historia y de nuestra historia, nos interpela personal y
comunitariamente y, como siempre, precede con el ejemplo, aunque sea
repetitivo: sólo sus pasos hacen camino y es el que lleva a la Plenitud en
comunión con el Padre, por la acción del Espíritu Santo.
Contemplando lo que nos espera, no
desesperaremos de los que nos sucede en el lapso que aún nos separa y
llevaremos a los demás, por la experiencia, una vida “transfigurada”.