Primera
Lectura:
del libro del profeta Samuel 12: 7-10, 13
Salmo
Responsorial,
del salmo 31: Perdona, Señor, nuestros pecados.
Segunda
Lectura:
de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 2: 16, 19-21.
Aclamación: Dios nos amó y nos envió a su Hijo, como
víctima de expiación por nuestros pecados.
Evangelio: Lucas 7: 36 a 8:
3.
Persiste la súplica de la Iglesia
confirmada por la conclusión de nuestra experimentada debilidad e
inconsistencia: “Ayúdanos con tu Gracia
sin la cual nada podemos”, pues con ella, después de conocer tus mandatos,
seremos capaces de serte fieles.
En la 1ª lectura encontramos al profeta
Natán que no se arredra de enfrentar la verdad, ni siquiera ante la máxima
autoridad: el Rey David. Vive lo que después dirá Aristóteles. “Amicus Plato,
sed magis amica veritas”; Platón es amigo, pero más amiga es la verdad.
El santo Rey David, el querido por Dios por
haber encontrado en él al “varón de deseos”, se ha dejado enredar por los finos hilos de la
tentación que se fueron convirtiendo en cadenas que atenazaron, oprimieron,
esclavizaron, desorientaron el sentido auténtico del ser y lo lanzaron a
abismos mayores; David tratando de ocultar el mal hecho, llega hasta el asesinato.
La fuerza con que el profeta le echa en
cara su pecado llega al clímax cuando pronuncia en nombre del Señor: “Me has despreciado al apoderarte de la
esposa de Urías, el hitita, y hacerla tu mujer”... Parecería que no hay escape, la sentencia
está dictada ante la confesa mudez del reo; pero el corazón arrepentido siempre
tiene cabida ante Dios; sin duda entre sollozos, David inicia el “miserere” que
prolongó toda su vida: “¡He pecado contra
el Señor”! La respuesta de Dios es inmediata: “El Señor perdona tu pecado. No morirás”.
Ojalá el Salmo haya sido una expresión
nacida desde lo más profundo de nuestro corazón: “Perdona, Señor, nuestros pecados”, “A un corazón humillado y
arrepentido, Tú nunca lo desprecias”, y hayamos sentido que las palabras-oración
proyectaban la realidad y volvían a nosotros, desde Dios, con el fruto de la
alegría y de la paz.
Si acaso alguno todavía pensara que es
fuerte y que por su “buena conducta”, por haber cumplido la Ley y los
Mandamientos, siente que merecería ser justificado, que repiense lo que nos
dice Pablo en el fragmento de la Carta a los Gálatas. La vida no nace de
nosotros, nace de la fe en Cristo Jesús y su potencial es tal que si Pablo lo
gritó, siendo hombre débil como nosotros, está también a nuestro alcance el
hacerlo. ¡La tremenda fuerza que surge al apropiarnos personalizadamente ese: “Me amó y se entregó por mí”, nos hará
exclamar agradecidos y admirados: “Es
Cristo quien vive en mí..., y su gracia no fue estéril”.
Las palabras sobran cuando los hechos
hablan. Penetremos la escena que nos narra San Lucas.
La soledad de sí misma, la tristeza y el
arrepentimiento se visten de alabastro, de lágrimas y besos; ¡nada más hizo
falta!
Y la mirada tierna de Aquel que nos ama sin
medida, arropó a la mujer con la sonrisa, el perdón y la paz.
La reflexión nos descubre el proceso causal
totalmente seguro: ¿queremos el perdón?, subrayemos el modo: “Se le perdona mucho, porque ha amado
mucho”.