Primera
Lectura: del libro del profeta Zacarías
12: 10-11; 13: 1
Salmo
Responsorial, del salmo 62: Señor mi alma tiene sed de Tí.
Segunda
Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los gálatas 3: 26-29
Aclamación: Mis
ovejas escuchan mi voz, dice el Señor; Yo las conozco y ellas me siguen
Evangelio: Lucas 9:
18-24.
El salmo 27, en la Antífona de entrada hace que reavivemos los
ánimos y confesemos que el Señor es “la única firmeza firme”, el que vela y
guía nuestros pasos para que hundamos las raíces de nuestro ser en el suyo; ahí
encontramos la amistad que moverá nuestras acciones en los caminos del amor y
nos recordará lo que significa el “temor filial”, aquel que jamás elegirá algo
que pudiera contristar al Amigo.
Descendientes de Abraham, como nos recuerda Pablo en la Carta a los Gálatas, porque
hemos aceptado ser incorporados a Cristo; como aceptó el Patriarca vivir
conforme a la voluntad de Yahvé, hemos recibido, igual que Israel “el espíritu de piedad y compasión para
tener los ojos fijos en el Señor”, para que nunca se borre de nuestra
mente, de nuestra vida, de nuestro interior lo que anuncia Zacarías: “mirarán al que traspasaron” y que
recoge San Juan como testigo presencial; de ese costado abierto manan la sangre
y el agua que nos purifican “de todos los
pecados e inmundicias”. Pablo
insiste, ya lo hizo el domingo pasado, en la necesidad de la fe en Cristo, al
incorporarnos a Él por el bautismo, “quedamos
revestidos de Cristo”. Profundizando
en la mentalidad bíblica, encontramos que el vestido indica la dignidad
personal; una persona desnuda, la ha perdido; pero no juzga el apóstol con
criterios humanos, nos hace penetrar más: esa incorporación hace que la
dignidad personal se vuelva dignidad eclesial, unidad que acaba con cualquier
división porque ahora “somos uno en
Cristo”. Ahondar en esta realidad, por la fe, nos ayudará a ver la luz que
debe iluminar nuestras relaciones en medio de tanta convulsión y confusión de
actitudes que, no solamente parece, sino que en verdad quieren acabar con la
dignidad humana, muy lejos de lo que todos somos, por gratuidad divina: hijos e
hijas de Dios.
Parafraseando el salmo, universalizando la mirada,
podemos constatar que no sólo “mi alma
tiene sed de ti”, sino que el mundo entero tiene sed de Ti, quizá sin
querer confesarlo, pero queda de manifiesto en ese deseo, que brota por todas
partes, de paz, de tranquilidad, de comprensión, de solidaridad, que es
imposible encontrar en la violencia, en el egoísmo, en el ansia de poder y de
tener. ¡Cómo necesitamos, Señor, que “derrames
– todavía con más abundancia, porque no queremos comprender- tu espíritu de piedad y compasión”!
En el Evangelio Jesús hace presente la pregunta que
interpela a todo ser: “¿Quién dices tú,
que es el Hijo del hombre?”, un singular personalizado para que busquemos,
allá adentro, no una respuesta vaga y nada comprometedora, sino la que surja
del encuentro vivo con Él, de tal forma que nos disponga a intentar crecer en
su conocimiento “para más amarlo y
seguirlo”, para no soñar en heroísmos lejanos, sino con la cruz de cada día
aceptada en la entrega, en el sacrificio, en las molestias y fatigas, sin
brillo externo, la que va unida a la pasión y muerte, la que colabora,
silenciosamente, a la salvación de la humanidad. Vivida en el amor que vence
al mal. Entonces constataremos que la
promesa se cumple en cada uno de nosotros: “el
que pierda su vida por Mí, la encontrará”. La senda es ardua, difícil,
fatigosa, por eso nos ofrece el alimento necesario en la Eucaristía, “para no desfallecer en el camino”.