viernes, 13 de enero de 2017

2º Ordinario, 15 de enero 2017



Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 49: 3, 5-6
Salmo Responsorial, del salmo 39: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios 1: 1-3
Aclamación: La Palabra de hizo carne y acampó entre nosotros. A cuantos la recibieron les dio poder para ser hijos de Dios
Evangelio: Juan 1: 29-34.

Bautizados por Jesús, no solamente en el agua, sino, en el Espíritu Santo, nos unimos en la Antífona de Entrada a  “cantar himnos en honor y alabanza del Señor en toda la tierra”. Himnos que nos ayudan a reconocer el “amor con el que gobierna cielo y tierra”, presencia que hará que “los días de nuestra vida transcurran en su paz”.

Isaías nos pone, otra vez, en contacto, a través del segundo cántico del Siervo de Yahvé, con “el Elegido” para manifestar a través de él, su gloria. El apelativo de “Siervo”, en la Sagrada Escritura, se reserva a grandes personajes en la historia de la salvación: Abrahán, Moisés, David, pero referido a Jesucristo realiza todo su contenido: “formado desde el seno materno…, luz de las naciones, para que haga llegar la salvación hasta los últimos rincones de la tierra”.

Ya considerábamos en la fiesta de Epifanía, la manifestación universal de Dios que abarca a todos los hombres. Y en el Bautismo del Señor, el testimonio del Padre: “Este es mi Hijo muy amado en quien tengo todas mis complacencias”.  

¿En qué consisten las complacencias del Padre?, sencillamente en vivir conforme a su voluntad, como entonamos en el Salmo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad”; en esperar confiadamente en Dios; en experimentar su acción con una docilidad sorprendente.

A esto nos conduce el estar “bautizados por el Espíritu de verdad”; a recuperar nuestra identidad de cristianos, seguidores de Cristo; a liberarnos del egoísmo y la cobardía; a abrirnos al amor solidario, gratuito y compasivo; a mostrarnos como “santificados, como pueblo santo que invoca el nombre de Cristo Jesús”.  La consecuencia surge de inmediato: experimentar “la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre”. El Espíritu Santo no se equivoca, ¡pidamos aprender a dejarnos guiar por Él!