Primera Lectura: del libro del profeta Isaías 8: 23-9: 3
Salmo Responsorial, del salmo 26: El Señor es mi luz y mi salvación.
Segunda Lectura: de la primera carta a los corintios 1:
10-13, 17
Aclamación: Jesús predicaba la buena nueva del Reino y curaba las enfermedades y
dolencias del pueblo.
Evangelio: Mateo 4: 12-23.
La Antífona de Entrada parece un eco que se prolonga desde la del domingo
pasado: “Canten al Señor un cántico
nuevo”, la razón la hemos ido descubriendo a través de la liturgia: “porque hay brillo y esplendor en su
presencia”. Donde está Dios no puede
haber tinieblas, ni obscuridad, ni titubeos.
Juan Bautista ha pedido: “enderecen
los caminos, que toda montaña sea aplanada y todo valle rellenado”, alejen
las intenciones torcidas, abajen la mirada soberbia, llenen de entusiasmo los
desánimos, “ya llega el que existía antes
que yo”. Es Jesús sobre quien ha descendido el Espíritu Santo, es Él quien
conduce nuestra vida por la senda de sus mandamientos y unidos a Él
produciremos frutos abundantes.
Siempre me ha atraído considerar la Sagrada Escritura como dos grandes
pilares, el Antiguo y el Nuevo Testamento y Cristo como el arco que los une.
Desde Moisés y los Profetas hasta Juan, todo va referido al momento de la
plenitud de los tiempos. “En múltiples
ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los
Profetas. Ahora, nos ha hablado por su Hijo…” (Hebr. 1:1) En la primera lectura, Isaías abre el
horizonte geográfico, “desde Zabulón y
Neftalí, que se llenarán de gloria camino del mar, más allá del Jordán, en la
región de los paganos”. Tiempos de
crisis, de asedio militar de los asirios, de deportación, de tristeza y
obscuridad…, pero resuena la voz profética: “ese
pueblo vio una gran luz”.
San Mateo retoma esa voz que habla en pretérito, para aquellos un presente
ansiado, y nos muestra a Jesús que inicia su predicación precisamente en “la Galilea de los paganos”; no donde
bautizaba Juan, no en Nazaret su pueblo natal, va a Cafarnaúm a la ribera del
lago, en cruce de caminos, ciudad abierta al mar, desde donde partirá la salvación
para todos los pueblos.
Todavía resuena en la memoria el Salmo 39 que cantábamos el domingo
anterior: “Aquí estoy, Señor, para hacer
tu voluntad. Esto es lo que quiero, tu ley en medio de mi corazón”, que
ahora complementamos con la última frase del 26: “Ármate de valor y fortaleza y en el Señor confía”. Juan ha sido
encarcelado, Jesús no se arredra: “Comenzó
a predicar. Diciendo: Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los
cielos”. Escuchándolo no podemos quedarnos sentados en las tinieblas,
Cristo Luz, sigue brillando, sigue llamando a la humanidad, a la Iglesia, a
cada uno de nosotros, como llamó a sus primeros discípulos que, “dejándolo todo, lo siguieron”.
Ponernos, decididos, al servicio de Dios y buscar la unidad en la fe y en
el amor. Que esta sea nuestra petición primordial, El día 25 comienza la octava
de oración por la unión de las Iglesias, y la otra no menos necesaria: ¡Danos
vocaciones según Tu Corazón!, que las familias propicien la entrega de los
hijos e hijas a la vida consagrada.