Primera Lectura; del
libro de los Hechos de los Apóstoles 2: 42-47
Salmo Responsorial, del
salmo 117: La misericordia del Señor es eterna. Aleluya.
Segunda Lectura: de la
primera carta del apóstol Pedro 1: 3-9
Aclamación: Tomás,
tú crees porque me has visto. Dichosos los que creen sin haberme visto, dice el
Señor.
Evangelio: Juan 20:
19-31.
Abrir el corazón a la alegría, a la
gratitud, porque Dios nos ha llamado al Reino. No son nuestros méritos,
podríamos preguntarnos: ¿cuáles?, los que mira el Señor, ¿encontraría alguno
que mereciera lo que nos promete? Es su Misericordia la que nos envuelve, nos
levanta en vuelo y nos asegura que la Fe en Él vale la pena; por ella superamos
todas las adversidades y nos sentimos consolidados por el triple don ya
recibido: “Bautismo que nos purifica”,
“el Espíritu que nos da Nueva Vida”,
y “la Sangre que nos redime”;
profundizar en estos tres regalos bastaría para meditar y prolongar nuestra
acción de gracias sin cesar e intentar recrear las actitudes de la primitiva
comunidad cristiana, que, aun cuando algo idealizada, proyecta los frutos
palpables de una Resurrección vivida y compartida: “constancia en escuchar la Palabra”, porque solamente conociendo el
Bien podemos amarlo, tratar de hacerlo nuestro con raíces profundas, “como árboles plantados cerca del torrente,
que dan fruto abundante” (Ez. 47: 12). “La
comunión fraterna”, precisamente la que reinstaura las relaciones que el
pecado rompió, la que se abre universalmente a todos los hombres, aunque nos
suene a utopía, es la que Dios escribió en los corazones de todo y cada ser
humano. “La fracción del pan”, la
Eucaristía como centro de la auténtica vida cristiana, la que alimenta y da
cohesión más allá de las limitaciones de lengua, raza o nación, y nos permite,
si lo dejamos, ser asimilados por Cristo. “La
oración”, personal y familiar, la que conjunta a los amigos en el Señor, la
que reconoce las carencias pero sabe dónde y a Quién acudir para remediarlas.
Por eso causaban admiración, asombro, deseo de participar en ese género de
vida. Sin individualismo egoísta, aceptando los sacrificios que suponía “tenerlo todo en común para que nadie pasara
necesidad”. ¡Sí, ese es el ideal, realizable desde la presencia del
Espíritu que nos ha dejado Jesús! El reto está en presente, ¿no podríamos
iniciar su realización, al menos, en el seno familiar e irlo extendiendo todo
lo que podamos? Brotará, espontanea, la alegría que contagia y da vida a la
vida.
El Salmo nos recuerda al Señor de la
misericordia; desde Él nos sabemos edificados “en la Piedra que desecharon los constructores y Es la Piedra angular”,
ningún torrente, ninguna avenida de las aguas, ningún viento impetuoso podrán
destruir esa casa. “Sabemos en Quién
hemos puesto nuestra confianza” (2ª. Tim. 1: 12). San Pedro sobreabunda en
el tema de la Fe y la Esperanza: el Señor está con nosotros y nosotros queremos
estar con Él para rebosar de alegría porque de Él viene la salvación.
Jesús Resucitado “regresa a buscar lo
que estaba perdido”, a los que “estaban
con las puertas cerradas”, es Consolador, es Paz, es seguridad que supera
toda expectativa que, ni por asomo, pudiera imaginar la mente humana; sigue
ofreciéndonos esa Paz, esa reconciliación, los fundamentos para que realicemos
su anhelo, su proyecto, el fruto maduro de su entrega hasta la muerte: la
comunidad de creyentes que se transformen en testigos de su vida, de su
permanencia entre nosotros, por el Espíritu que ha comunicado a la Iglesia.
Tomás pide pruebas y la delicadeza de
Jesús se las ofrece: “Aquí están mis
manos…, aquí está mi costado, no sigas dudando, sino cree”. Al discípulo,
desde su turbación, se le abren los ojos de la fe y va más allá de lo que mira: “Señor mío y Dios mío”.
Pidamos a Jesús que también a nosotros
nos ilumine para reconocerlo en la creación, en los hermanos, en la Eucaristía
y confesemos igualmente: “Señor mío y Dios
mío”.