Primera Lectura: del libro del profeta Ezequiel 37:
12-14
Salmo Responsorial, del salmo 129: Perdónanos, Señor, y viviremos.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los
romanos 8: 8-11
Aclamación: Yo soy la resurrección y la vida, dice el
Señor; el que cree en mí no morirá para siempre.
Evangelio: Juan 11: 1-45.
¡Defiéndeme,
Señor, de mí mismo; de mi superficialidad, de mi apatía, de mi alejamiento de
Ti y de los demás! ¡Soy, tantas veces, mi peor enemigo y por eso pongo toda mi
confianza en Ti, mi Dios y mi defensa!
La
auténtica liberación, la salvación, la resurrección: conocer, aprender y
continuar el camino de entrega que nos dejó Jesús, Hijo de Dios y hermano
nuestro.
Pidamos
que nuestros interiores reaccionen, que nuestros corazones latan con más
fuerza, sabiendo que “Dios siempre cumple
sus promesas”. ¿Qué escuchamos por medio del profeta Ezequiel?: “Yo mismo abriré sus sepulcros, los
conduciré a la tierra prometida” – la que ellos esperaban -, a la Patria
eterna, la que nosotros esperamos.
Palabra
y promesa llegan desde Dios mismo: “Sabrán
que Yo, el Señor, lo dije y lo cumplo.”
Revivimos
al Pueblo de Israel, “Pueblo de cabeza
dura”; reconocemos en el Salmo y confesamos al Señor nuestra impotencia,
junto a nuestro arrepentimiento “desde el
abismo de nuestros pecados”; nos sentimos fuertes porque nos apoyamos en lo
que permanece: “su amor, su misericordia,
su consciente olvido de nuestras faltas, para alcanzar su perdón.”
Tenemos
un ancla segur en lo que nos comunica San Pablo, si de verdad nos esforzamos
por vivirlo: “Ustedes llevan una vida
conforme al Espíritu que ya está en ustedes. Ese Espíritu, que es Dios mismo,
que resucitó a Jesucristo, los resucitará a ustedes y les dará, aun a sus
cuerpos mortales, una nueva vida.” Esta visión tiene que iluminarnos ante la
certeza de que un día nos encontraremos con Él y que queremos, esperando contra
toda esperanza meramente humana: mirarnos en Aquel que “es la Resurrección y la Vida” y que nos hará partícipes de la
felicidad que no termina.
El
Evangelio nos anima, abre el horizonte, rompe las cadenas del espacio y el
tiempo, confirma la victoria que Jesús ya logró frente a la muerte. Nos enseña
a superar los “peros”, las lágrimas, (verdaderas, porque el cariño sufre), las
lamentaciones inútiles, lo incomprensible: “ya
hace cuatro días…, huele mal…, si hubieras estado aquí…, las críticas: “¿no podía éste que abrió los ojos al ciego, hacer que Lázaro no
muriera…?”
Jesús
ora, implora al Padre y con voz segura, manda: “¡Lázaro, sal de ahí!” El
milagro está patente, la Palabra de Jesús, él mismo, es Vida y la comparte: “Desátenlo para que pueda andar.” El asombro sacude a todos; Martha y María
llevarán grabado para siempre: “¿No les
he dicho que si creen, verán la Gloria de Dios’?”
Probablemente
habremos dicho: “todo tiene remedio menos la muerte”, ¡qué equivocados
estábamos!, la resurrección nos aguarda, vivamos de tal manera el presente que
preparemos el futuro para ser envueltos en la Gloria de Dios.