Primera Lectura: Jeremías 31: 31-34
Salmo Responsorial, del salmo 50: Crea en mí, Señor, un
corazón puro.
Segunda Lectura: de la carta a los hebreos 5: 7-9
Aclamación: El que quiera servirme, que me siga, para
que donde Yo esté, también esté mi servidor.
Evangelio:
Juan 12: 20-33.
¿Quién es
Dios? ¿Cómo es Dios? ¿Cómo podríamos conocer de verdad a Dios? Las culturas y
pueblos de todos los tiempos han buscado las respuestas a estas preguntas. Las
religiones son un esfuerzo gigantesco en el intento de conocer a Dios, sin que
ninguna de ellas haya llegado a una respuesta evidente. El misterio profundo
nos lo viene a revelar Jesucristo y el único camino para llegar a Dios es el de
la FE.
Descartada la
evidencia inmediata, caemos en la cuenta que la respuesta no se encuentra en
los libros ni en la palabra de los sabios, porque el conocimiento de Dios no
cabe en los medios limitados, cargados además de condicionamientos y
prejuicios. Por ello, el profeta Jeremías nos indica otro camino, cuando dice: “No
tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: ‘Reconoce
al Señor”. Porque todos me reconocerán, desde el pequeño al grande”. Es la promesa de que Dios mismo se da a conocer,
y lo seguirá haciendo.
Reflexionando
en el camino de los santos, en el camino del mismo Jesucristo, constatamos que
al verdadero conocimiento de Dios, más que por el esfuerzo de la razón, se
llega por la experiencia vital de todo nuestro ser, como ocurre con el amor o
la felicidad. Nadie, en efecto, experimenta el amor cuando él quiere sino cuando
éste se hace presente. Del mismo modo, nadie tiene la experiencia de Dios hasta
que él se manifiesta, se deja encontrar de alguna manera o se hace casi
tangible. Por el profeta Jeremías Dios mismo nos dice: “Meteré mi ley en su pecho, la
escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”.
Para conocer a
Jesús, Hijo de Dios, tomemos la enseñanza del evangelio, buscar lo que se
desea: “Algunos griegos...acercándose a Felipe, le rogaban: “¿Señor,
quisiéramos ver a Jesús?” Felipe
y Andrés fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: “Ha llegado la hora de que sea
glorificado el Hijo del hombre”. Todos lo conocerán, -lo
conoceremos-, verdaderamente, hasta que creamos, como experiencia personal, en su resurrección.
Creer que Jesús
ha resucitado y vive para siempre entre nosotros es el punto de partida. Los
mismos apóstoles vivieron en continua desorientación sobre quién era Jesús y
cuál el contenido exacto de su misión, hasta que tuvieron la experiencia viva y
personal del resucitado.
Si alguno de
nosotros no creyera firmemente en la resurrección de Cristo y en su vida nueva,
nada sabría sobre Jesús. Necesitamos la asidua lectura meditada de los
evangelios, de otra forma, nos quedaríamos en interesantes anécdotas, ni
siquiera todas históricas, pero, al aceptarlas por la fe y, otra vez, por la
experiencia en el trato con Él, llegaremos a confesar de corazón el triunfo
final del resucitado.
Dios se revela
a los hombres por medio de hechos históricos, mejor todavía que por palabras. Así,
la muerte y resurrección de Jesús nos muestran que es acogida por Dios, para la
salvación y la resurrección de la humanidad. Con Él morimos y con Él
resucitamos: “El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también
estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará”.
No es
necesario demostrar científicamente nuestra fe ni entender exhaustivamente su
contenido: nos basta creer en Jesús, confiarnos a Él y seguirle con decisión y
afecto; seguros de que Él mismo irá transformando nuestra vida en el
pensamiento, el amor y las obras. Esta transformación obrada por Dios en
nosotros, sirviéndose de la misión de Jesús, es la gestación de la vida nueva
que tendremos en Dios, después de pasar por la muerte y de ser transformados
por la resurrección.