Primera Lectura: del segundo libro de las Crónicas 36:
14-16, 19-23
Salmo Responsorial, del salmo 136: Tu recuerdo, Señor, es mi alegría.
Segunda Lectura; de la carta del apóstol Pablo a los efesios
2: 4-10
Aclamación: Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su
Hijo único, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna.
Evangelio Juan 3: 14-21.
A mitad de tiempo de oración y penitencia, la
liturgia inserta el Domingo de la
Alegría: “Alégrate,
Jerusalén, y todos ustedes los que la aman, reúnanse…, quedarán saciados con la
abundancia de sus consuelos”. Alegría fundamental, profunda, alentadora: la
razón: “Dios nos ama” y nos ama no porque lo merezcamos, no porque lo amemos
como deberíamos, sino porque “Dios es
Amor”. Nos creó para mirarse en nosotros, para que lo miráramos en los
otros, para que lo miráramos en nuestro corazón.
Una vez más, su Palabra, por los profetas, por
los acontecimientos, por su propio Hijo, nos echa en cara la deshechura que
hemos perpetrado en el mundo que nos dio, en la ruptura de esas relaciones
fraternas y por haber dejado en el olvido la verdadera piedad, esa virtud que
nos une íntimamente a Él.
Un padre y menos aún Nuestro Padre, no puede
desear nada malo para sus hijos, pero sí le interesa que recapacitemos y que
volvamos a Él por uno u otro camino: el del desgarramiento por las desgracias o
el del reconocimiento de su Amor, de su Paciencia, de su Bondad, de su llamado
constante “porque tiene compasión de su
pueblo y quiere preservar su santuario”. Lo inesperado, ocurre: “El Señor inspiró a Ciro, rey de los persas”
y ¡ojalá nos diera escuchar de todos los jefes de los pueblos, palabras
semejantes!: “Todo aquel que pertenezca
al Pueblo del Señor, que parta a reedificar su Santuario”. No violencia,
sino hermandad; no separatismo sino solidaridad. ¡Volver a construir el mundo,
volver a construir nuestros corazones!
Es verdad: “estábamos
muertos por nuestros pecados, pero Él nos dio la vida por Cristo y en Cristo”.
La alegría de hoy y de siempre, tiene un fundamento sólido: “la misericordia y la compasión de Dios; no
nuestros méritos sino su gratuidad”. En nuestras vidas, sin duda, hemos
meditado en el contenido de la Fe:
es un don recibido que busca “un encuentro personal con el Dador del don”. ¿Qué
mejor momento para activarla? Si acaso la sentimos desfallecida, rogar
humildemente: “¡Creo, Señor, dame Tú la
fe que me falta!”
El
don se hace palpable, Cristo nos lo revela, abre la intimidad del Padre y nos
enseña en Sí mismo, ese amor inabarcable: “Tanto
amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en
él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Dios no se contenta con darnos mil muestras de
amor y de ternura, Él toca los extremos, nos da lo más preciado: ¡A Su Hijo! La alegría y la confianza están de
nuestro lado, porque Cristo “no ha venido a condenar sino a salvar”.
Miremos hacia arriba y encontraremos no al
signo que curaba sino al Hijo de Dios, al Justo traspasado que espera que a su
Luz actuemos todos, y en Él nos convirtamos en serie interminable de escalones
por los que el mundo y los hombres, volvamos a nuestro principio; allá, en donde la Alegría será completa.