Primera
Lectura: del libro del Génesis 2: 18-24
Salmo
Responsorial, del salmo 127: Dichoso
el que teme al Señor.
Segunda
Lectura: de la carta a los Hebreos 2: 9-11
Aclamación: Si nos amamos los unos a los otros,
Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud.
Evangelio: Marcos
10: 2-16.
Considerar en serio lo que nos dice el Libro de Esther en
la antífona de entrada: “Todo depende de
tu voluntad, Señor, y nadie puede resistirse a ella”, desata en cadena un
caudal de consecuencias que se convierte en cascada, que nos anega gozosamente,
al reconocer: “Tú eres el Señor del
universo”.
Señor que cuida, que jamás
sojuzga, que indica, que despierta la conciencia de nuestra creaturidad y le indica
el camino. Señor que respeta su propia creación y de ella, primordialmente, la
libertad que ha dado a los seres humanos; pero que no permanece impasible ante
los desvíos de nuestras elecciones. Una y otra vez sale en nuestra búsqueda,
porque nos ama, porque somos corona de cuanto ha hecho y desea que esa corona
brille en todo su esplendor, que refleje su origen y meta, que se asemeje más y
más a la Comunidad Trinitaria en la íntima, profunda y constante comunicación,
en la entrega sin límites, en la comprensión hasta el sacrificio, en el mutuo
apoyo que supera toda posibilidad de división.
“No está bien que el hombre esté solo, hagámosle alguien como él que lo
acompañe”. Delicadeza y finura en la intuición, eficacia en la
acción, no algo secuencial en Él, sino explicación para nosotros. Dios no pasa
“del no saber” al “saber”, ya hemos captado que es “el Señor del universo”. Conocemos que la narración de Génesis no
está dentro de los libros históricos sino sapienciales. ¿Qué mensaje nos da a
conocer? La igualdad del hombre y la mujer, la misión conjunta, el poder
reconocer al propio “yo” al mirar a un “tú”, al aceptarlo en plenitud, al hacer
resonar todo el paraíso, el mundo entero, con el clamor del gozo de que haya
alguien que pueda pronunciar el nombre que me identifica y me erige en persona,
lo que ninguna de las creaturas había logrado. “Ésta sí es carne de mi carne y hueso de mis huesos”.Y la cascada
prosigue: “Por eso abandonará el hombre a
su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos un solo ser”.
Tú eres mi tú entre todos los túes. La voluntad de Dios está expresada, y su
Palabra dura para siempre. ¿Por qué el mundo la ha olvidado y ansía senderos
caprichosos y egoístas y trata de convalidar su andar, no con razones, sino con
una emotividad desbordada que escoge como guía un ciego instinto que dejará su
corazón vacío e inquieto? ¡Cómo necesitamos, hombres y mujeres, reedificarnos a
la luz de la Palabra!
Amor, ¡qué fácil definirlo con los
ojos y la fe puestos en Él: “Dios es Amor”
y encontrar su realización en Jesucristo!, la cascada prosigue: la entrega
hasta la muerte, por los que ama, para que “redunde
en bien de todos”. Lo que cuenta es “el tú”, en todos los niveles: en el
matrimonio, en la amistad, en la familia, en la comunidad religiosa, en el
trabajo, en la acción apostólica.
Si el verdadero amor es el faro, “la dureza del corazón” se ablandará y
llegará al fondo de la promesa del mismo Jesús: “El que ama, permanece en Dios y Dios en él, y su amor llegará a la
plenitud”.
Jesús vuelve a ponernos frente a
la sencillez, la sonrisa transparente, la limpieza total de los niños; en ellos
no hay dureza, ni desconfianza, ni doblez, ni prejuicios. ¿Queremos llegar al
Reino? Escuchemos y vivamos lo que nos comunica La Palabra que da Vida.