domingo, 28 de octubre de 2018

30° Ordinario, 28 Octubre 2018.-.


Primera Lectura: del libro del profeta Jeremías 31: 7-9
Salmo Responsorial, del salmo 125: Cosas grandes has hecho por nosotros, Señor
Segunda Lectura: de la carta a los hebreos 5: 1-6
Aclamación: Jesucristo, nuestro salvador, ha vencido a la muerte y ha hecho resplandecer la vida por medio del Evangelio
Evangelio: Marcos 10: 40-52.

Buscar, aunque sea a tientas, con la mente y el corazón puestos en la meta. No podemos caminar por la vida sin una meta precisa, nos perderíamos. Quien siente la inquietud de llegar, pondrá los medios para conseguir lo anhelado, no solamente unos medios, Tenderá la mano y encontrará seguridad de donde asirse. La presencia del Señor es visible aun en la obscuridad más densa; intentemos hacer real la antífona de entrada: “Busquemos continuamente su presencia”.

Colgados del amor, en alas de la fe y de la esperanza, nos sentiremos como flechas lanzadas por el Arquero experto que nos oriente al centro mismo de los seres, a Dios, que nos espera para dársenos a Sí mismo, no como premio, sino como don gratuito, que llena, que rebosa, que transforma en luz nuestras tinieblas; completará así el círculo perfecto, salimos de Él y a Él volvemos. “Los cantos de alegría y regocijo” son prenda clara de que el Camino sale a nuestro encuentro. Es un Camino amplio, todos caben; el Corazón de Dios es grande, acoge a todos los que sufren: “cojos, ciegos, mujeres en cinta y aquellas que acaban de dar a luz”. Es un Camino llano y sin tropiezos, es la mano buscada y encontrada, es el cariño del Padre que funde, en un abrazo inacabable, a todo ser humano que acepte reconocerse como hijo.

No es sólo Israel, el Pueblo liberado, somos también nosotros, que miramos y admiramos “las grandes cosas que ha hecho por nosotros”; ha roto cadenas más pesadas que las de la esclavitud, de la lejanía, de la ilusión quebrada, del horizonte oculto a la mirada, del alma solitaria; ha roto las cadenas del olvido y se ofrece a romperlas sin cansarse, para formarse un Pueblo nuevo, limpio de pecado. Regresarán la risa y la alegría, las que superan todos los pesares, porque al levantar los ojos, miraremos los campos florecidos, las espigas fecundas, las aguas abundantes y claras.

Lo que fue signo y promesa en la voz del profeta, se torna en plenitud palpable en Jesucristo; ya no serán sacrificios de corderos, ni incienso, ni cantos de alabanza agradecida, sino la Sangre de Aquel que nos conoce y que no duda un instante en ofrecerla para que sirva como riego fecundo y nos lave por dentro; el nuevo y eterno sacerdocio ha quedado instaurado: “Tú eres sacerdote eterno como Melquisedec”.

El sacerdocio antiguo pedía primero perdón por sus pecados; Jesús, el único Justo, “el Hijo, eternamente engendrado”, la transparencia misma, en el que todo es gracia, el que nos lleva al Padre, se entrega libremente y es, a un mismo tiempo, Víctima, Sacerdote y Altar; con Él “el retoño renace” y nos pide, simplemente: ¡ayúdenlo a crecer!

Son del mismo Jesús los pasos que resuenan muy cerca de nosotros; como Bartimeo, sentados al borde del camino, escuchemos, desde la obscuridad, la mano que anhelamos, la que salva y levanta, y gritamos sin miedo: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” Nos urge la  insistencia de una fe que confía, que no hace caso de aquellos que la quieren callar. Imploramos más fuerte. Sabemos que Jesús siempre atiende al que con fe lo invoca. Seguimos escuchando: “¡Ánimo!, levántate, porque Él te llama”.  Arrojamos el manto, todo aquello que estorba nuestro encuentro; damos el salto decidido hacia la Voz que aguarda, y, ya cerca de Él, pedimos lo que tanto nos falta: “Maestro, que pueda ver”.


Las maravillas del Señor continúan al alcance de un corazón deseoso; la claridad, la luz y los colores, darán vida a la vida, y Él mismo nos dará la fuerza necesaria para mantenernos humildes y sencillos para seguir sus pasos.