Primera Lectura: del primer libro de los Reyes 17: 10-16;
Salmo Responsorial, del salmo 145: El Señor
siempre es fiel a su palabra
Segunda Lectura: de la carta a los hebreos 9: 24-28
Aclamación: Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los
cielos.
Evangelio: Marcos 12: 38-44.
Con la imaginación podemos ver a nuestro Padre Dios, sonríe amablemente,
cuando le decimos: “que llegue
hasta ti nuestra súplica; acoge nuestras plegarias”. Sonrisa que confirma
que de verdad hemos orado, hemos dirigido confiadamente hacia Él nuestra
oración. Multitud de respuestas, venidas desde su Palabra, llenan nuestra
memoria: “Pidan y recibirán, busquen y
encontrarán, llamen y se les abrirá”. (Mt. 7:7). “Aunque una madre olvide al hijo de sus entrañas, Yo no me olvidaré de
ti”. (Is. 49:15). “El Padre sabe de
antemano lo que ustedes necesitan”. (Mt. 6: 32), ¿puede caber alguna duda
de que nos oye, de que nos tiene presentes? Al permitir que esta esperanza se convierta en
viva realidad en nosotros, actuaremos acordes a lo pedido, unidos a toda la
Iglesia: aprender a “dejar en tus manos
paternales todas nuestras preocupaciones”, y, a “entregarnos con mayor libertad a tu servicio”. ¿Dónde estaremos
más seguros y de dónde obtendremos la gracia para ser congruentes y enlazar
necesidad, súplica y actuación?
Las lecturas de hoy nos presentan espejos donde podamos mirarnos de cuerpo
entero, encontramos seres que nos
interpelan valerosamente, si los consideramos con sinceridad harán estremecernos al constatar el abismo que hay entre nuestro
querer y nuestro ser, entre el deseo y la realización, y nos acicatean para
reducir la distancia entre el aquí y el hacia allá, nos hacen palpar cómo viven
aquellos que están “colgados de Dios”, y, por eso, son capaces de mirar antes
al otro que a sí mismos. ¡Cómo necesitamos experimentar, sin miedo, con
audacia, el desprendimiento y la confianza! Creer en serio, como lo vivió
Pablo: “que hay más gozo en dar que en
recibir”, (Hech. 20: 35), como la viuda de Sarepta, que no dudó en servir
primero al profeta Elías con lo último que le quedaba, dispuesta a morir junto
con su hijo; confió y no quedó defraudada. Percibió, de alguna manera, que “El Señor es siempre fiel a su palabra”,
y “ni la harina faltó ni la vasija de
aceite se agotó”. ¡Descúbrenos, Señor, tus caminos, porque el ansia de
seguridad, de guardar lo que creemos tener, impide la aventura de crecer!
Jesús, en el Evangelio, nos muestra cómo analizar las acciones, cómo
enriquecernos al mirar con ojos nuevos a los demás: “El Señor no juzga por las apariencias” (Is. 11:3), ve las
intenciones del corazón: “Esa pobre viuda
ha echado en la alcancía más que todos. Porque los demás han echado de lo que
les sobraba; pero ésta, en su pobreza, ha echado todo lo que tenía para vivir”.
Dos moneditas, las de menor valor, no aumentarían el tesoro.. Jesús no
exalta la eficacia del hecho sino la grandeza de corazón y la confianza. Volver
al espejo y preguntarnos: ¿qué damos y con qué intención?
El último espejo, el perfecto, el que refleja la imagen del Padre: Cristo
Jesús, fiel a una misión incomprensible sin fe y sin amor. Él no da pan, agua,
monedas, va siempre más allá, a donde quiere que lo sigamos; se da Él mismo de
una vez para siempre, no para incrementar el tesoro del templo, sino para
purificarnos de toda mancha, para abrir las puertas del Templo Eterno, para
volver por nosotros “que lo aguardamos y
ponemos en Él nuestra esperanza”.
Tres espejos para analizar el reflejo de nuestra vida, para medir nuestras
intenciones, para que, con la ayuda del Espíritu, “quitemos de nosotros toda afección que desordenada sea”.
Invitación que clama: ¡Abandona el simple parecer y abrázate al ser!