Primera Lectura: del libro del Éxodo 3: 1-8,13-15
Salmo Responsorial, del salmo 102: El
Señor es compasivo y misericordioso.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los corintios
10: 1-6, 10-12
Aclamación: Conviértanse, dice el Señor, porque ya
está cerca el Reino de los cielos.
Evangelio: Lucas 13: 1-9.
“Mírame, Dios mío y ten piedad de mí”; la soledad y la
aflicción nos empujan a la desolación, a la tristeza, al obscurecimiento del
horizonte… ¿Qué nos responde el Señor, no qué nos respondería, sino en
presente, ahora, en nuestro momento concreto? “Conozco sus sufrimientos, he oído sus quejas…, he descendido para
librarlos”.
Dios es “fuego que transforma pero
no consume”, necesitamos acercarnos para que su llama nos abrase, darnos la
oportunidad, aun cuando fuera por mera curiosidad, para que el misterio nos
invada, para escuchar y aprender el nombre de Dios: “Yo Soy”. Aquel “que Es, que
Era y que Vendrá”, (Apoc. 1: 8), sale a nuestro encuentro; una vez más
constatamos que la iniciativa parte de Él, que el llamamiento y la misión
vienen de Él, que es un Dios presente, cercano, que acompaña, guía e instruye.
Para escucharlo necesitamos quitarnos “las
sandalias”, ésta es la verdadera humildad y el reconocimiento de nuestra
creaturidad, despojarnos de todo lo que pueda impedir su actuar, su elección,
verdaderamente, “dejar a Dios ser Dios”, sin tratar de imponerle nuestro paso,
nuestra limitación, nuestro temor; dejarle expresarse desde nuestros balbuceos,
y confiar en que su grandeza nos hará capaces de lo que considerábamos imposible
desde nuestra perspectiva.
Moisés se había considerado liberador,
confió en sus propias fuerzas y fracasó; huyó y olvidó los primeros impulsos,
pero el Señor Dios le hace recordar y le confiere, desde el fuego, la fuerza
para que lleve a cabo la misión que había soñado; la ilusión del hombre se ha
trocado en acción de Dios. ¡Aceptar, libre y confiadamente, ser portadores de
la libertad que el Señor ofrece, sin detenernos a pensar en las dificultades y
oposiciones que, propios y extraños, levanten contra nosotros! Repetirnos
íntimamente: “No teman Yo estoy con ustedes”.
En el Evangelio, Jesús nos hace
reflexionar sobre dos realidades trágicas, históricas: la represión brutal de
Herodes y el derrumbamiento de la torre de Siloé; el mal no puede provenir de
Dios, Él no castiga, sí nos advierte de las consecuencias, tanto de las que
provienen de la libertad errada del hombre, como de la violencia desatada de la
naturaleza. Nos hace comprender que “las cosas suceden”, pero afina y orienta
lo que nuestra lógica hubiera deducido equivocadamente: “¿Piensan que lo sucedido a los galileos o a los 18 que perecieron en
Siloé, fue por ser más pecadores que el resto que habitaba en Jerusalén?
Ciertamente que no; y si ustedes no se arrepienten, perecerán de manera
semejante.” Nuestros actos y decisiones van delineando nuestro camino, lo
externo, lejos de nuestro alcance, vuelve a presentarse como “signo” que hemos
de discernir. A los afectados por terremotos y atentados violentos, no podemos
considerarlos “más pecadores”;
mirarnos en el espejo y volvamos a escuchar la invitación: “Arrepiéntete y cree en el Evangelio”.
La otra realidad: ¡ya somos higuera
plantada en el campo de Dios!, no basta con producir frondoso follaje, el Dueño
busca frutos y frutos que perduren; aún es tiempo y más con tal intercesor,
Jesús, que intercede constantemente ante el Padre: “No la cortes, aflojaré la tierra, la abonaré para ver si da fruto. Si
no, el próximo año la cortaré”. ¡No sabemos ni el día ni la hora; sí
sabemos que el camino ya está trazado hacia la eternidad! ¡Señor Jesús, contigo
podremos dar frutos!