Primera Lectura: del libro de
Sirácide (Eclesiastés) 27: 5-8
Salmo Responsorial, del salmo 91: Es bueno darte gracias, Señor
Segunda Lectura: de la primera carta
del apóstol Pablo a los corintios 15: 54-58
Aclamación: Entre ellos brillan ustedes como estrellas en el mundo.
Evangelio: Lucas 6: 39-45.
Recordamos
con agradecimiento, la mirada cariñosa de Dios: “me salvó porque me ama”, y, seguros bajo su cobijo, le pedimos que
el mundo, la iglesia, nosotros, sintamos y reconozcamos cómo nos guía para que
todos le sirvamos con tranquilidad.
La
lectura del Libro del Eclesiástico nos cala y nos describe, verdaderamente con Sabiduría;
las comparaciones parecen calcadas de nuestra realidad: desde el cernidor que
cuela y solamente deja pasar lo bueno;
al horno que lustra la vasija, hasta el
fruto que muestra la calidad del árbol y llega a la prueba fundamental: la
palabra que descubre intenciones y corazón del hombre, verdadera radiografía
del ser; escuchando conocemos más que con los ojos; oportuna invitación; regresando a nosotros,
¿qué proyectamos de nuestro interior
cuando hablamos?, ojalá estemos siempre enhiestos como palmeras, como árboles
en todo tiempo florecidos y cuyos frutos jamás escasean, como luz nacida desde
dentro que comunica, con su sola presencia, entusiasmo, constancia y alegría.
Pablo,
en el fragmento que hemos leído de la carta a los Corintios, nos recuerda que todo
lo sensible es pasajero; quiere
librarnos del temor de la muerte y reafirmar en nosotros lo que somos:
ciudadanos del cielo con túnica de eternidad; ¿dónde quedó el aguijón que
amenazaba?; naturalmente brota el reconocimiento: “Gracias a Dios que nos ha dado la victoria por nuestro Señor
Jesucristo”; además, “nuestras
fatigas no quedarán sin recompensa”…, conoce bien que somos convenencieros
y nos acepta.
Las
reflexione en el Evangelio continúan en el camino de la Sabiduría: ciego que
guía va al abismo; discípulo realista y por eso humilde; viga que impide ver,
ya no la paja, sino al hermano entero… ¡fuera hipocresía!, y hundiremos
nuestras raíces en el único río de la vida, daremos frutos buenos y duraderos,
no por nosotros mismos, que ya nos conocemos a grandes ratos estériles, sino en
el Señor que siembra, riega y cuida lo que desea cosechar de nuestros
corazones.