Primera Lectura: del libro del
profeta Isaías 43: 16-21
Salmo Resposorial, salmo 125: Grandes
cosas has hecho por nosotros, Señor.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los filipenses 3:
7-14
Aclamación: Todavía es
tiempo, dice el Señor. Arrepiéntanse de todo corazón y vuélvanse a mí, que soy
compasivo y misericordioso.
Evangelio: Juan 8: 1-11.
Celebramos el último domingo de
Cuaresma, ¿hemos recorrido todos esos días con un ánimo esforzado que ha
buscado ansiosamente la conversión interior? ¿Hemos orado, ayunado, propiciado
el encuentro cariñoso con los demás? ¿Hemos sido misericordiosos, “lanzando el
corazón por delante?
Sin duda, lo digo por experiencia
personal, nos ha faltado entusiasmo, atención, interiorización; permitir que la
palabra de Dios, en Isaías, nos haga comprender que la mirada, si bien
iluminada por el pasado, la dirijamos conscientes hacia el futuro.
No se trata de olvidar “las maravillas que el Señor ha hecho con
nosotros”, sino proyectarlas, como un aliciente siempre activo, hacia el
porvenir que descubre, si mira con detenimiento, si contemplamos admirados, que
el Señor es “siempre nuevo”, que nos
invita a descubrir paisajes alentadores, a abrir los oídos internos para poder “escuchar el brote nuevo”, y ver cómo todo cambia: “ríos en el desierto, bestias salvajes que captan y agradecen la
delicadeza del Señor”, entonces,
desde lo antiguo, vestido de futuro, “proclamaremos
las alabanzas de un pueblo que Él se ha formado”.
Damos el salto del sueño y la
ilusión, a la realidad: Dios nos ha liberado de lo más peligroso, de nosotros
mismos, de nuestra pasividad, del adormecimiento, del temor al sacrificio, de
la visión materialista que nos ha hecho tener como necesario lo superfluo, para
ser, como escuchábamos el domingo pasado “creaturas
nuevas”.
Panorama difícil que arredra y
estremece, por ello oramos fuerte y confiadamente: “Ven en nuestra ayuda para que podamos vivir y actuar siempre con aquel
amor que impulsó a tu Hijo a entregarse por nosotros”. ¿De dónde sino de Él
podremos obtener la gracia y la convicción para decir, a ejemplo de Pablo: “Nada vale la pena en comparación con el
bien supremo que consiste en conocer a Cristo Jesús. Por su amor he renunciado
a todo y lo considero como basura con tal de ganar a Cristo y vivir unido a Él”.
¿Dónde encontrar el ánimo y la decisión “para
compartir sus sufrimientos y asemejarnos a Él en su muerte con la esperanza de
resucitar de entre los muertos”? El que corre en el estadio tiene la mira
puesta en la meta, ¿cuál es la nuestra? Ojala podamos afirmar, con hechos, que
es “el trofeo al que Dios, por medio de
Jesús, nos llama desde el cielo”. Es obra de la gracia el querer y el
cumplir; una vez más “Dejémonos
reconciliar con Dios”, de Él viene la abundante misericordia.
Jesús mismo nos da la prueba del
amor y del perdón. No le importa que hayamos caído sino que nos esforcemos por
levantarnos. No mira nuestro pasado sino que nos abre a nuestro futuro. Las
transgresiones, los yerros, los pecados, quedan borrados porque “no quiere la muerte del pecador sino que se
convierta y viva”.
El pasaje que hemos leído nos
anima: “El Hijo del hombre no ha venido a
condenar sino a perdonar”. No se desentiende del mal, lo purifica. No se
escuda en la dureza de la ley, la supera. Con una tierna dureza a todos nos
confronta: “El que esté sin pecado, que
tire la primera piedra”, y deja que su palabra remueva la realidad
personal; “los acusadores comenzaron a
escabullirse, empezando por los más viejos”, el silencio, otorga…
Sintamos sobre nosotros la mirada
que limpia, que reconoce el mal, pero renueva: “Yo tampoco te condeno. Vete y no vuelvas a pecar”. Perdón que
compromete y que invita a vivir con la esperanza puesta en el futuro. “Aún es tiempo, conviértanse y crean en el
Evangelio”.