domingo, 19 de abril de 2020

2o Domingo de Pascua, 19 de abril de 2020


Primera Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 2: 42-47
Salmo Responsorial, del salmo 117
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pedro 1: 3-9
Evangelio: Juan 20: 19-31.

Abrir el corazón a la alegría, a la gratitud, porque Dios nos ha llamado al Reino. No son nuestros méritos, podríamos preguntarnos: ¿cuáles?, los que mira el Señor, ¿encontraría alguno que mereciera lo que nos promete? Es su Misericordia la que nos envuelve, nos levanta en vuelo y nos asegura que la Fe en Él vale la pena; por ella superamos todas las adversidades y nos sentimos consolidados por el triple don ya recibido: “Bautismo que nos purifica”, “el Espíritu que nos da Nueva Vida”, y “la Sangre que nos redime”; profundizar en estos tres regalos bastaría para meditar y prolongar nuestra acción de gracias sin cesar e intentar recrear las actitudes de la primitiva comunidad cristiana, que, aun cuando algo idealizada, proyecta los frutos palpables de una Resurrección vivida y compartida: “constancia en escuchar la Palabra”, porque solamente conociendo el Bien podemos amarlo, tratar de hacerlo nuestro con raíces profundas, “como árboles plantados cerca del torrente, que dan fruto abundante” (Ez. 47: 12). “La comunión fraterna”, precisamente la que reinstaura las relaciones que el pecado rompió, la que se abre universalmente a todos los hombres, aunque nos suene a utopía, es la que Dios escribió en los corazones de todo y cada ser humano. “La fracción del pan”, la Eucaristía como centro de la auténtica vida cristiana, la que alimenta y da cohesión más allá de las limitaciones de lengua, raza o nación, y nos permite, si lo dejamos, ser asimilados por Cristo. “La oración”, personal y familiar, la que conjunta a los amigos en el Señor, la que reconoce las carencias, pero sabe dónde y a Quién acudir para remediarlas. Por eso causaban admiración, asombro, deseo de participar en ese género de vida. Sin individualismo egoísta, aceptando los sacrificios que suponía “tenerlo todo en común para que nadie pasara necesidad”. ¡Sí, ese es el ideal, realizable desde la presencia del Espíritu que nos
ha dejado Jesús! El reto está en presente, ¿no podríamos iniciar su realización, al menos, en el seno familiar e irlo extendiendo todo lo que podamos? Brotará,
espontanea, la alegría que contagia y da vida a la vida.
 
El Salmo nos recuerda al Señor de la misericordia; desde Él nos sabemos edificados “en la Piedra que desecharon los constructores y Es la Piedra angular”, ningún torrente, ninguna avenida de las aguas, ningún viento impetuoso podrá destruir esa casa. “Sabemos en Quién hemos puesto nuestra confianza” (2ª. Tim. 1: 12). San Pedro sobreabunda en el tema de la Fe y la Esperanza: el Señor está con nosotros y nosotros queremos estar con Él para rebosar de alegría porque de Él viene la salvación.
 
Jesús Resucitado “regresa a buscar lo que estaba perdido”, a los que “estaban con las puertas cerradas”, es Consolador, es Paz, es seguridad que supera toda expectativa que, ni por asomo, pudiera imaginar la mente humana; sigue ofreciéndonos esa Paz, esa reconciliación, los fundamentos para que realicemos su anhelo, su proyecto, el fruto maduro de su entrega hasta la muerte: la comunidad de creyentes que se transformen en testigos de su vida, de su permanencia entre nosotros, por el Espíritu que ha comunicado a la Iglesia.

Tomás pide pruebas y la delicadeza de Jesús se las ofrece: “Aquí están mis manos…, aquí está mi costado, no sigas dudando, sino cree”. Al discípulo, desde
su turbación, se le abren los ojos de la fe y va más allá de lo que mira: “Señor mío y Dios mío”.
 
Pidamos a Jesús que también a nosotros nos ilumine para reconocerlo en la
creación, en los hermanos, en la Eucaristía y confesemos igualmente: “Señor mío y Dios mío”.