sábado, 5 de septiembre de 2020

23°. Ord. 6 sept. 2020.-


Primera Lectura:
del libro del profeta Ezequiel 33: 7-9
Salmo Responsorial,
del salmo 94: Señor, que no seamos sordos a tu voz.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los romanos 13: 8-10 Evangelio: Mateo 18: 15-20


Reconocer la justicia, la verdad, la rectitud, aun en un tiempo tan desbordado de subjetivismo, deberíamos aceptar que, racional y primariamente, debería ser lo normal; de hecho correspondería al proceder de una naturaleza humana bien hecha por Dios Creador y Padre: “Y vio Dios todo lo que había hecho, y era  muy bueno”, (Gén 1: 31) Si estamos tan bien hechos, ¿por qué nos encontramos, a veces, quizá más de las que quisiéramos, tan mal aprovechados?  Por ello, en el imprescindible viaje a nuestro interior, en el intento de crecer coherentes con esa maravillosa creación de Dios, descubrimos la necesidad de reconocernos anhelantes de perdón y de fuerzas, de amor y de confianza, de apoyo y de sostén para que, en nuestra libertad, obremos “libremente en justicia, verdad y rectitud”.

Pidamos al Espíritu Santo nos guíe con su luz para que comprendamos y ubiquemos lo que su Palabra nos ha comunicado por medio del profeta Ezequiel y de San Pablo y que Jesús, Palabra Encarnada, nos pide en el Evangelio; con tales acompañantes se hará realidad lo que proclamamos juntos al responder al Salmo: “Señor, que no seamos sordos a tu voz”.

El punto de partida lo marca el primer renglón del párrafo que oímos de la carta a los Romanos: “Hermanos: No tengan con nadie otra deuda que la del amor mutuo, porque el que ama al prójimo, ha cumplido ya toda la ley…” Volviendo con esta perspectiva a lo que el Señor Dios dice a Ezequiel, queda de manifiesto que no se trata de enjuiciar ni condenar a nadie, sino de mirar con verdadero amor, con un deseo enorme de que la salvación se realice en todo ser humano, y todo ello porque hemos “escuchado” previamente al Señor, que nos revela, sin excepción, haber sido “constituidos centinelas para la casa de Israel”; misión que acompaña a todos los hombres y mujeres que nos queremos interesar vivamente por el bien de los demás; lejos de cualquier crítica vana, deseosos de comunicar, con el corazón en la mano, el camino que lleva a la vida porque lo vamos experimentando. ¡Qué gran responsabilidad velar celosamente por el bien profundo de los otros! ¡Qué responsabilidad ser espejos que ejemplifiquen el verdadero uso de la libertad! No es el Señor quien amenaza, no es Él quien condena, recordemos lo que dice Jesús: “Yo no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores” (Mt. 9:13), y lo que dice San Ireneo: “La gloria de Dios es que el hombre viva”, son nuestras decisiones desquiciadas las que impidan que esa gloria se manifieste y que esa salvación sea efectiva y universal.

Llamar con nuestra vida a la Vida. Hacer Comunidad que atraiga, que ore, que ruegue, que afiance, que se preocupe por todos; aquí está el verdadero poder de “atar y desatar”, no solamente concedido a Pedro sino a la Comunidad, para atar con los lazos del amor y la comprensión, para desatar del mal. Reflexionemos sinceramente sobre el regalo del Sacramento de la Reconciliación, lo necesitamos y, quizá, lo hemos olvidado.

Sentimos que hay situaciones que nos desbordan, que nos hacen mascar la impotencia, si en verdad le creyéramos a Cristo, no cejaríamos en la oración: “si se ponen de acuerdo en pedir algo, sea lo que fuere, mi Padre celestial se lo concederá; donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos”. ¡Creámosle, está deseoso de escuchar las voces y los corazones en armonía, los deseos de vivir, juntos, el Evangelio!


¡Señor, ilumina, todavía más a la humanidad, Tú sabes lo que necesitamos; ilumina a nuestro país, ilumina a nuestras familias, ¡ilumina a nuestra Comunidad!