sábado, 27 de agosto de 2022

22° Ordinario, 28 de agosto 2022


Primera Lectura:
del libro del Eclesiástico o Sirácide 3: 19-21, 30-31
Salmo Responsorial, del salmo 67: Dios da libertad y riqueza a los cautivos.

Segunda Lectura: de la carta a los hebreos 12: 18-19, 22-24

Evangelio: Lucas 14: 1, 7-14.
 

Desde la antífona de entrada, descubrimos el mensaje central de la liturgia de este domingo: “la humildad”, que no es sino el reconocimiento de la verdad, sin ambages, sin segundas intenciones, en la meridiana claridad de nuestro ser, aceptado plenamente como don.

Quien pide piedad, reconoce que está necesitado de perdón y de ayuda: “Dios mío, ten piedad de mí…, Tú eres bueno y clemente y no niegas tu amor a quien te invoca.” Surge de nuevo la pregunta que conmueve mi realidad: ¿invoco sin cesar a mi Padre Bueno?, ¿a Dios misericordioso de quien todo bien procede?; si podemos darnos una respuesta afirmativa, ya estamos cerca del Señor, pero continúa nuestra súplica: “que podamos crecer en tu gracia y perseveremos en ella”. 

El ser reiterativos en la reflexión, no molesta: “lo bueno, repetido, es dos veces bueno”, entonces sigamos el consejo del Sirácide; “En tus asuntos procede con humildad…, hazte tanto más pequeño cuanto más grande seas y hallarás gracia ante el Señor; porque sólo el Señor es poderoso y sólo los humildes le dan gloria”. Reconocer la fuente de todo bien, recordar que somos administradores, no dueños; que no cesamos de aprender y que las lecciones y consejos nos llegan de todas partes, de modo especial de los demás; percibimos que somos “seres relacionales” en contacto constante con las creaturas, con los seres humanos, con nuestro propio yo, con el Padre de las luces. ¿Cuál es el centro de esas relaciones?: ¿mi “yo” activo pero centrado, que mide circunstancias y consecuencias, que no se engolfa en la soberbia?, ojalá sea otra vez respuesta afirmativa, de no ser así “estaremos arraigados en la maldad”, habremos cerrado las puertas y ventanas a la escucha y encorvados sobre nosotros mismos, será imposible tener ojos para los demás y para Dios. Engreimiento que mata calladamente, que aísla, que, tristemente, desprecia, rompe el “hacia Allá”; tener, y, peor aún, cultivar esta actitud, nos aleja de toda vida. 

Felizmente sabemos el camino de retorno; la Carta a los Hebreos sigue iluminándonos: Dios no puede infundir temor, es un Dios festivo que ya ha escrito nuestros nombres en el cielo, que nos brinda el libre acceso para estar con los que ya alcanzaron la perfección, y recalca lo que ya sabemos: ese acceso es “Cristo Jesús, el Mediador de la nueva alianza”. Tiene que resonar en la memoria del corazón el dicho del mismo Jesús:“Nadie va al Padre si no es por Mí”. Y su invitación-ejemplo que cantamos en el Aleluya: “Tomen mi yugo, aprendan de Mí que soy manso y humilde de corazón”. 

El Evangelio no es una lección de protocolo, es el resultado de mirarnos y mirar a los demás, de tomar nuestro sitio con toda sencillez y, al mismo tiempo, de no ser falsos ni calculadores. Al banquete del Reino no se entra “empujando a los otros”; ¡qué bien se adapta aquello de León Felipe!: “Voy con las riendas tensas y refrenando el vuelo, porque lo importante no es llegar antes y solo, sino juntos y a tiempo”. 

La segunda lección: vivir la plenitud de la gratuidad, así como es Dios, así como la vivió Jesús: dando y dándose…, no es fácil; nos apegamos a tantas cosas, tánto a nosotros mismos, que perdemos la visión de la esperanza que da la fe: la trascendencia que aquí comienza, desde los otros: “ellos, los pobres, los marginados, los desposeídos, no tienen con qué pagarte, pero ya se te pagará, cuando resuciten los justos”.