Reflexionábamos, el domingo pasado, en la justicia, la rectitud, la equidad, la sincera vivencia de esa Ley Natural ya impresa en todo ser humano; ahora el Señor nos invita a dar un paso más: no es suficiente esa Ley, necesitamos completarla con la Ley Evangélica: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”. De ahí que pidamos “experimentar vivamente su amor”, como innumerables veces ya ha sucedido, pero que tiene que volverse costumbre impulsadora, a partir de la reflexión, del reconocimiento y de la acción de gracias porque nos ha perdonado y nos seguirá perdonando, para que nos llene de fuerza y decisión, y llegar a ser coherentes, desde el interior, ya purificados gratuitamente, y comportarnos con los demás como Él lo hace con nosotros.
La primera lectura, tomada del Eclesiástico, Libro Sapiencial, insiste en el daño que nos hacemos a nosotros mismos si damos cabida al rencor, que nos amarga, y a la venganza; que nos quita la paz, e insiste en la reciprocidad del perdón, actitud que sólo desde la fe, con la luz de la Gracia y a través del constante recordar que el camino de la vida llegará, por sí mismo, hasta su término, nos ayudará a dar ese paso, que condensaría San Ignacio en el “magis”: siempre más allá de los estrechos límites del cálculo, permítaseme la palabra, de la “desquitanza”. El brillo de “la Alianza con el Señor hará que pasemos por alto las ofensas”.
“Vivos o muertos, somos del Señor”, y ¡Qué Señor! Recordemos el Salmo: Él es: “compasivo, misericordioso, que perdona, cura, rescata, colma de amor y de ternura, no nos trata como merecemos”, su compasión, que “siente con nosotros”, cubre cielos y tierra. ¿Hacemos el esfuerzo por ser algo parecidos a Él? No dudo que el perdonar en serio, sin que permanezcan residuos, más si nos “hemos dejado herir”, parecería imposible, en verdad no lo es si nos dejamos traspasar por el perdón total de Dios, en Jesucristo…, después de mirarnos y mirarlo en su entrega a la muerte para darnos la vida, ¿qué podríamos esgrimir para no perdonar?
En el Evangelio, Pedro se detiene en cifras que considera desmedidas: “hasta siete veces”, pero Jesús, imagen viva del Padre, no sólo expresa el “más”, sino el “Siempre” que Él vive y nos incita a vivirlo desde Él y con Él, no por las consecuencias que se nos seguirían de no hacerlo, sino para ser como el Padre Celestial “que hace salir el sol sobre buenos y malos y deja caer la lluvia sobre justos e injustos” (Mt. 5: 45) Es un “siempre” cotidiano, universal, inacabable.
La parábola, toda ella claridad, nos entrega un termómetro-compromiso: ¿me comporto como el rey magnánimo o como el compañero insensible? Del mismo modo que a los compañeros del “entregado a los verdugos”, nos arrebata la indignación, pero antes de emitir ningún juicio contra otro, volvamos a nuestro interior con toda la sinceridad posible y pidámosle, una y mil veces, las necesarias, al Padre Celestial, que nos enseñe a perdonar como Él, gratuita y definitivamente, pues “si somos fieles, Dios permanece fiel; si somos infieles, Dios permanece fiel pues no puede desmentirse a sí mismo”, (2ª. Tim. 2: 13) ¡qué alivio y a la vez, cómo crecen la gratitud y la presencia de una respuesta fiel!