Primera Lectura: del libro de Hechos de los Apóstoles 1: 1-11
Salmo Responsorial, del salmo 46: Entre voces de júbilo,
Dios asciende a su trono. Aleluya.
Segunda Lectura: del libro de los Hebreos 9: 24-28, 10; 19-23
Mientras los bendecía, iba
subiendo al cielo.
Evangelio: Lucas 24: 46-53
“Salió como un héroe, contento a
recorrer su camino”; hoy lo vemos culminarlo para entrar en la
Gloria. Un día volverá a cumplir lo que nos ha prometido: “Padre,
quiero que donde Yo esté, estén también los que me has confiado”. En
incontables ocasiones hemos reflexionado que es indubitable que donde esté la
Cabeza, ahí deberán estar los miembros y comprendemos la ilación lógica:
permanecer unidos e ir alimentando la esperanza cierta, desde la experiencia
vivida de seguir a Cristo aquí en la tierra para llegar, como Él a la Gloria
del Padre.
San Lucas, en el inicio del libro
de los Hechos de los apóstoles, narra someramente, el último adiós de Jesús. En
un resumen magnífico, le recuerda a Teófilo y en él a nosotros “todo lo que
Jesús hizo y enseñó hasta el día en que ascendió al cielo”; quizá no en ese
momento, pero sí después habrán los discípulos recordado sus palabras: “Salí
del Padre y vuelvo al Padre”. Este recordar será obra del Espíritu Santo,
porque aun en esos postreros instantes todavía no se les había abierto la mente
y preguntaban ansiosos, ajenos a la magnitud del misterio y con el anhelo, no
tan oculto, de gozar de un triunfo tangible, terreno: “Señor, ¿ahora sí vas
a restablecer la soberanía de Israel?” Jesús los conoce y nos conoce:
necesitamos mirar a través del velo de la fe; Jesús no se desespera; su
respuesta los deja en la misma situación: “A ustedes no les toca conocer el
tiempo y hora que el Padre ha determinado con su autoridad; pero el Espíritu
Santo cuando descienda sobre ustedes, los llenará de fortaleza y serán mis
testigos hasta los últimos rincones de la tierra.” ¡Cuánto por corregir en
la visión y en la misión! Para aprender a dar pasos firmes en el suelo, tener
los ojos fijos en el cielo. Solamente así entonaremos, conscientes, el
canto de júbilo: “Dios asciende a su trono. Aleluya”.
La petición de Pablo sigue en pie: “Que
el Padre de la gloria nos conceda espíritu de sabiduría y revelación, para
conocerlo. Que comprendamos la esperanza que nos da su llamamiento; la rica
herencia que da a los que son suyos”. Para ello, recalca la condición: si
Cristo es la Cabeza y nosotros, Iglesia, su Cuerpo, la estrecha unión es
imprescindible. Brilla intensamente algo que necesitamos meditar para aceptar:
la creación, la obediencia, la filiación, en último término, el amor, son la
verdadera dependencia para la libertad. ¡En Cristo y sólo en Él, llegaremos a
ser lo que queremos ser!
Antes de partir, Jesús les recuerda
lo que ha sido su vida, su misión, lo que lo ha hecho, en toda la plenitud de
la palabra: “El Hijo amado del Padre”: la entrega total por los que ama:
su pasión, su muerte, su resurrección, en Él se realiza la plenitud de la
Revelación; de Predicador se convierte en Predicado. No es una doctrina
abstracta la que hemos de dar a conocer sus discípulos, es su Persona viva, la
que ha de llenar los corazones de fe y de esperanza.
Únicamente Él puede decir con toda
verdad: “me voy pero me quedo”; estoy junto al Padre pero también junto a cada
uno de ustedes, mediante la fuerza que ya hemos recibido desde lo alto: el
Espíritu que vivifica.
Junto con los Apóstoles, recibamos
la bendición de Jesús e imitémoslos, manteniéndonos unidos en oración alabando
a Dios. ¡Ahí está la luz que ilumina y fortalece!