Primera Lectura: del libro de los Hechos de los Apóstoles 2: 1-11
Salmo Responsorial, del salmo 103: Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra. Aleluya.
Segunda Lectura: de la primera carta del apóstol Pablo a los
corintios 12: 3-7, 12-13
Aclamación: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en
ellos el fuego de tu Amor.
Evangelio: Juan 20: 19-23.
“Ven,
Espíritu Santo y llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego
de tu amor.” ¡Ya lo ha hecho, ha colmado la tierra, ha dado la
unidad, pidamos percibirlo, aceptarlo, seguir el flujo del soplo que consolidó
a la Iglesia, que guió a la Primitiva Comunidad y quiere continuar su acción en
nuestro vivir de cada día para que crezcamos y hagamos fructificar los dones
que constantemente nos regala!
En la lectura de
Hechos, San Lucas nos sitúa en Jerusalén, precisamente en la fiesta judía de
Pentecostés, 50 días después de la Pascua cuando multitud de israelitas y
extranjeros “venidos de todas partes del mundo”, acudía al Templo para
conmemorar la salida de Egipto. El relato, fuertemente simbólico, realza el Don
del Espíritu Santo: evoca el “Viento de la creación” y el “Hálito” que insufló
Dios a los primeros hombres, Vida divina. El fuego, como presencia de Dios a
través de la historia de Israel, y que ahora realza el deseo de Cristo: “Fuego
he venido a traer a la tierra y qué quiero sino que arda”. La maravilla de
la comprensión entre los hombres: diferentes sonidos, pero una misma
intelección “de las maravillas de Dios”.
¡Qué lejos
estamos de esa unidad!, pidamos con el mayor ardor, con fe viva, con esperanza
cierta, lo que Jesús prometió y cumplió y necesitamos que realice de
nuevo desde y con el Padre: “Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra”.
En el mismo salmo sentimos la presencia de Dios en sus creaturas, en cada uno
de nosotros; creados para ser “gozo de Dios”, ¿puede haber algo que nos
entusiasme más que ser causa de “la alegría” de Dios?
Pablo, sin
rodeos, reconoce la imposibilidad de elevarnos sin la acción y la fuerza del
Espíritu, ni pronunciar podemos el nombre de Jesús, “el Señor”, sin la
presencia del Espíritu. Hacia donde sea que miremos, si lo hacemos con fe,
encontraremos que todo invita a la unidad, a la fraternidad, a la comunión, a
la participación, una vez más, de la Vida Trinitaria; “multiplicidad de
dones, pero un solo Espíritu”, “manifestaciones diversas pero el mismo Dios que
hace todo en todos y precisamente para el bien común”, y todo ello sin
violentar nuestra libertad, sin coaccionar nuestro interior, haciendo aflorar,
si se lo permitimos, la conciencia de ser miembros del mismo Cuerpo en Cristo
Jesús.
Dones
inacabables, de los cuales el mayor es el mismo Dios; como nos dice Santo
Tomás: “Dios no puede darnos menos que a Él mismo”, de Él proceden la filiación
que nos engrandece, la fraternidad que nos conjunta, la Paz que nos aquieta.
Sabernos pecadores y aun así “enviados”, sería imposible comprenderlo;
pero no si dejamos que vibren fuertemente la palabra de la Palabra y el “nuevo
soplo” que reaviva:
“Cómo el
Padre me envió, así los envío a ustedes”, verdaderos cristos, con el mismo
encargo de parte del Padre: llevar la paz y el perdón al mundo entero; hacer
conscientes a cuantos seres encontremos que el Reino consiste en eso: en
reconocer a Dios como Padre y en reconocernos y tratarnos como hermanos, jamás
seremos capaces sin el Espíritu, sin Cristo, sin el Padre mismo en el centro de
nuestros corazones. ¡Ven a renovarnos!