sábado, 27 de junio de 2015

13° Ordinario, 28 de junio, 2015



Primera Lectura: del libro de la  Sabiduría 1: 13-15, 2: 23-24
Salmo Responsorial, del salmo 30: Te alabaré, Señor, eternamente.
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo a los corintios  8: 7-9, 13-15
Aclamación: Jesucristo, nuestro Salvador, ha vencido la muerte y ha hecho resplandecer la vida por medio del Evangelio.
Evangelio: Marcos 5: 21-43.

  Aplaudimos con júbilo al admirar un espectáculo que nos ha conmovido, que nos ha comunicado plasticidad, armonía, ritmo. ¡Cómo no lo vamos a hacer diariamente, al estar en contacto con la Creación, con la maravilla de nuestro cuerpo, con las incalculables potencias de nuestro espíritu, y reconocer en todo ello la mano providente de Dios! ¡Alegría inacabable de la creatura que siente la presencia del Creador!  En incontables ocasiones hemos meditado el dicho de San Ireneo: “La Gloria de Dios es que el hombre viva y viva feliz”.
  Contentos, agradecidos, porque “somos hijos de la luz, porque Él nos ha sacado de las tinieblas del error y nos conduce al esplendor de la verdad”. “No somos hijos de las tinieblas; somos hijos de la luz”.   
  Lo que Dios hace “está bien hecho”, entonces ¿por qué existen las aflicciones, la enfermedad, la tristeza, la muerte? La Sabiduría divina nos responde con toda claridad: “Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera. Las creaturas del mundo son saludables”. El Señor, el gran ecólogo, el Arquitecto perfecto, el que invita a la Vida, el que goza al ver en cada uno Su propia imagen, no puede ser el origen de lo roto, de lo partido; hemos sido nosotros, al dialogar con la tentación, los introductores del pecado y de la muerte; hemos tergiversado las relaciones paterno-filiales, las fraternas, las racionales y estéril mente buscamos, desde nosotros, el camino de retorno.
 ¿Por qué la pregunta ancestral sigue acuciándonos si ya tenemos la respuesta?: el pecado, el olvido de Dios, la ausencia de alegría profunda y duradera, vienen por la falta de fe y de caridad, falta de amor concreto y servicial, de no haber hecho nuestro el ejemplo de Jesucristo, “que siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para hacernos ricos con su pobreza”. Bien lo clarifica San Pablo: “no se trata de que vivamos en la indigencia, sino en la justicia”, en la equidad, en una fraternidad vivificante; esto implica renuncia personal en bien de los demás, sin ella, será imposible disminuir la pobreza.  Recordamos las promesas de los presidentes para erradicar la pobreza; el cómo es el problema y será irresoluble sin la visión de fe que activa la caridad,  la solidaridad,  la unidad que trasciende. Ninguno ha propuesto este horizonte, y sin él, todo quedará en palabras que se van con el viento. La decisión no es fácil, mas sí es posible.
  La enfermedad, la muerte, la impotencia, encuentran solución en Jesucristo. “Hija, tu fe te ha curado Vete en paz y queda sana de tu enfermedad.”  Doce años de sufrimiento han quedado borrados. En Jairo un doble paso: acude a Jesús superando obstáculos sociales y posturas religiosas, recordemos que era jefe de la sinagoga: “Mi hija está agonizando. Ven a imponerle las manos para que se cure y viva”. El segundo, el anuncio de que la hija ha muerto, hasta le impide hablar. Es Jesús quien reanima la esperanza: “No temas, basta que tengas fe”.
 La incredulidad no es cosa “nueva”, “Se reían de él”. Jesús entra y toma de la mano doce años dormidos y con su amor y su voz, los despierta. Vida, salud y alegría, no pueden ser otras las actitudes de Aquel que dio su vida por nosotros. ¿Crecerán nuestra fe y nuestra confianza en el Señor que vence hasta la misma muerte?