Primera Lectura: de libro del profeta Ezequiel 17: 22-24
Salmo Responsorial, del salmo 91: ¡Qué bueno es
darte gracias!
Segunda Lectura: de la segunda carta del apóstol Pablo
a los corintios 5: 6-10
Aclamación: La
semilla es la palabra de Dios y el sembrador es Cristo; todo aquel que lo
encuentra vivirá para siempre.
Evangelio: Marcos 4: 26-34.
Aun cuando el Señor jamás nos abandona, lo
hemos escuchado dos domingos seguidos: “Yo
estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”, tenemos experiencias
de desolación, de sequedad, de lejanía que nos hacen clamar por su presencia.
Es tiempo de detenernos a reflexionar, a discernir, como nos enseña San
Ignacio, para descubrir la causa de esos sentimientos: ¿nuestras culpas, cierta
tibieza, una prueba que el Señor permite “para
que no pongamos nido en casa ajena”? La situación nos empuja a dejar la
oración, la súplica, la confianza, el paso “obscuro y seguro de la fe”. Creamos
a los maestros del espíritu y redoblemos el esfuerzo, la petición concreta que
nos sugiere la antífona de entrada: “Escucha
mi voz y mis clamores y ven en mi ayuda, Dios salvador mío”. Que resuenen
fuerte las palabras de Pablo: “coherederos
con Cristo si sufrimos con Él, para ser glorificados con Él”. Aparece, otra
vez, el fantasma que rehuímos, porque deseamos un Cristo fácil, hecho a la
medida, lejos de la sangre y de los clavos, lejos de las heridas y la muerte.
¿Cómo superar las debilidades de la carne? Atentos a la Oración Colecta, la respuesta
está clara:
“Ayúdanos con tu gracia,
sin la cual nada puede nuestra humana fragilidad”. ¿Nos lanza esta realidad entre sus
manos? ¿Reconocemos “que el espíritu está
pronto pero la carne es débil”? ¿Tratamos de vigilar, al menos, una hora
con Cristo? Los discípulos no lo hicieron y, al llegar la prueba, sucumbieron.
¿Por qué somos reacios a la voz de la historia?
Ezequiel nos recuerda que el Señor está
cerca, le interesa su Pueblo, le interesamos todos; de un pequeño retoño hace
surgir un bosque, “en él anidarán todos
los pájaros, descansarán al abrigo de sus ramas”. Somos ese retoño, esa es “la esperanza a la que hemos sido llamados”.
No es promesa vana ni palabra al viento: “Yo,
el Señor, lo he dicho, y lo haré”. Escucharlo,
nos motiva a repetir, con alegría, lo que hemos dicho en el Salmo: “¡Qué bueno es darte gracias, Señor.
Celebrar tu nombre, pregonar tu amor cada mañana y tu fidelidad, todas las
noches!” La inquietud ha decrecido,
el consuelo amanece y el Señor nos convence que nunca está lejos de nosotros.
Reemprendemos el camino hacia la
Patria, conscientes de nuestro ser de peregrinos, guiados por
la fe y por la esperanza, donde el Señor aguarda. No aceptaremos al temor de compañero,
porque el soplo del Espíritu, aunado a nuestro esfuerzo, hará que “la misericordia triunfe sobre el juicio”.
¡Qué fácil entender cuando el Señor platica!
La fuerza que duerme en la semilla, de pronto se despierta, y sin que se sepa
cómo, comienza a germinar. Todo es espera de noches y de días, ningún grito
apresura su crecida, va siguiendo su tiempo, florece y cuaja en fruto.
El Reino, nos dice Jesús, es como ella,
parece pequeñito; encierra un asombroso dinamismo que al encontrar la tierra
removida, el agua suficiente y el clima favorable, crecerá de tal forma que las
aves harán nido en sus ramas. La fe es don regalado, limpiemos la parcela,
arranquemos yerbas y espinas que puedan impedir el crecimiento; que la esperanza y la paciencia sean el riego
que fecunde hasta alcanzar el fruto apetecido por Dios y por nosotros.