jueves, 19 de mayo de 2016

La Santísima Trinidad, 22 mayo 2016



Primera Lectura: del libro de los Proverbios 8: 22-31
Salmo Responsorial, del salmo 8: Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los romanos 5: 1-5
Aclamación: Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, al Dios que es, que era y que viene.
Evangelio: Juan 16: 12-15

Si nuestro cristianismo no es Trinitario, no es cristianismo. Vivimos haciendo referencia a la gran revelación que nos trajo Jesucristo: Dios es familia, Dios es comunicación, Dios es interacción desde su misma esencia. ¿Cómo podríamos haberlo sabido los hombres?

La racionalidad con que Dios nos dotó, la capacidad de asombro ante las maravillas de la creación, la conciencia de nuestra propia pequeñez, han buscado, en todas las latitudes, la relación con  Alguien que está más allá de nosotros, que todo lo sobrepasa y a Quien los hombres hemos llenado de nombres, los más variados y aun absurdos. La imaginación ha intentado describirlo, pintarlo o esculpirlo, siempre alejada de la realidad inabarcable, pero tratando de proyectar la inquietud que acompaña a todo ser humano. Quizá la más cercana, la de “Un primer Motor del mundo”, “La Causa incausada”, parece que la aquieta con el logro, mas se queda en una abstracción que nada dice, la lejanía crece y la relación personal con “una idea”, la deja fría e incapaz de ligar un compromiso. “Si los leones pudieran pintar un “dios”, pintarían un león”, nos dice Jenófanes. ¿Quién eres, Señor, cómo eres? La respuesta sería otra idea y, continúo con Agustín, “cualquier imagen que tengas de Dios, ese, no es Dios, bórrala”. Entonces, ¿cómo saberte?

“Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios”; es Él quien se nos revela, quien nos busca y se nos da a conocer. De la misma manera que la descripción física de una persona sólo nos proporciona una serie de datos, pero nos deja en la ignorancia de su interior hasta que no entablamos una relación profunda, igual es con Dios: “Nadie conoce mejor el interior del hombre que el espíritu del hombre que está en el hombre; nadie conoce mejor el interior de Dios que el Espíritu de Dios que es Dios”. (1ª. Cor. 2: 11) Ese Espíritu que es la Vida de Dios, ese Espíritu prometido y enviado por Jesús, ese Espíritu que está en Jesús es el que nos descubre Quién es Dios.

Algo nos acerca el Libro de los Proverbios: “Sabiduría, Palabra, Acción Creadora, Cercanía gozosa con las creaturas, con nosotros, los hijos de los hombres”, pero quizá aún lo sintamos lejano e inalcanzable. Más nos ayuda el Salmo al sentir que somos importantes para Dios, ya que pasamos de la admiración externa, a la experiencia interna de haberlo recibido todo: “¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes”? Al detenernos a considerar nuestra realidad de creaturas y aceptarla, comenzamos a vivir la verdadera libertad que es condición para crecer, para encontrar, para relacionarnos con Quien nunca dudó en querernos, ni en seguirnos queriendo sabiendo cómo somos, y “tanto nos amó que envió a su Hijo para que tengamos vida por Él”. Se va develando el “misterio”, que no es simplemente lo oculto, sino la acción salvífica que realiza Jesús y que prosigue el Espíritu Santo, por la fe, por la Gracia, “por la Esperanza que no defrauda”, porque nos sabemos llenos de ese Espíritu que el mismo Dios nos ha dado.

Jesús mismo, Palabra del Padre, da luz a nuestros entendimientos para que atisbemos la Vida Trinitaria: Él regresa al Padre y ambos nos envían al Espíritu. “Todo lo que tiene el Padre es mío”, poseedor que posee lo poseído por Otro. “El Espíritu me glorificará, porque primero recibirá de mí lo que les vaya comunicando”. Comunicante de lo que se le ha comunicado.

Que al recorrer la Liturgia Eucarística, vayamos reconociendo la presencia Trinitaria en toda ella, desde el inicio mismo, al santiguarnos, hasta la despedida en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Qué la intimidad de esta presencia se haga presente a lo largo y en cada momento de la vida!