Primera Lectura: del libro de los Hechos de los
Apóstoles 2: 1-11
Salmo Responsorial, del salmo 103: Envía, Señor, tu Espíritu a
renovar la tierra. Aleluya.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los
romanos 8: 8-17
Aclamación: Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de
tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu Amor.
Evangelio: Juan 14: 15-16, 23-26.
“El amor de
Dios ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos
ha dado”. ¡Está hecho, el
Espíritu colma la tierra y le da unidad!; pidamos percibirlo, aceptarlo, seguir
el flujo de aquel soplo que consolidó a la Iglesia, que guió a la Primitiva
Comunidad y quiere continuar su acción en el vivir de cada día.
En la lectura de Hechos, San Lucas
nos sitúa en Jerusalén, precisamente en la fiesta judía de Pentecostés, 50 días
después de la Pascua cuando multitud de israelitas y extranjeros “venidos de todas partes del mundo”,
acudía al Templo. El relato, fuertemente simbólico, realza el Don del Espíritu
Santo: evoca el “Viento de la creación” y el “Hálito” que insufló Dios a los
primeros hombres, Vida divina. El fuego, como presencia de Dios a través de la
historia de Israel, y que ahora realza el deseo de Cristo: “Fuego he venido a traer a la tierra y qué quiero sino que arda”.
La maravilla de la comprensión entre los hombres: diferentes sonidos, pero una
misma intelección “de las maravillas de
Dios”.
¡Qué lejos estamos de esa unidad!,
pidamos con el mayor ardor, con fe viva, con esperanza cierta, lo que Jesús
prometió y cumplió y necesitamos que realice de nuevo desde y con el Padre: “Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la
tierra”. En el mismo salmo sentimos la presencia de Dios en sus creaturas,
en cada uno de nosotros; creados para ser “gozo
de Dios”.
Si el Espíritu encuentra sitio en
nuestro interior, ya estará sembrada la semilla de resurrección a la Vida Nueva
de la que participaremos tal como somos: alma y cuerpo, libres ya de la
esclavitud, transformados por la luz para ser verdaderos hijos de Dios,
coherederos con Cristo.
Nos sabemos, a ratos, más
obscuridad que luz, pero la promesa de Cristo, de alguna manera condicionada a
nuestra respuesta activa, “obras son amores que no buenas razones”, se hará
presente: Él en comunión con el Padre nos enviará al Espíritu de verdad. Ya lo
recibimos, gratuitamente en el Bautismo y en la Confirmación, preguntémonos qué
tanto escuchamos sus enseñanzas y fijamos en la mente y en el corazón todo lo
que nos recuerda.