Primera Lectura: del libro del profeta Malaquías. 1: 14, 2: 2, 8-10
Salmo Responsorial, del salmo 130: Señor, consérvame en tu paz.
Segunda Lectura: de la carta del apóstol Pablo a los tesalonicenses 2:
7-9, 13
Aclamación: Su
maestro es uno solo, Cristo, y su Padre es uno solo, el del Cielo, dice el
Señor.
Evangelio: Mateo 23: 1-12.
“¡Señor, no me abandones!”, exclamamos en la Antífona de Entrada, porque sabemos
que son muchas las circunstancias externas e internas, que sin Ti, no podremos
superar, y, cada respuesta fallida, esa que se guía por mundanos criterios, por
ambiciones desmedidas, por fatales apariencias, por hipocresías, nos impedirá
realizar la finalidad innata que tenemos todos los humanos: Servirte y Alabarte, y acabaremos
separándonos de Ti y de nosotros mismos, sumergidos, paradójicamente, en la
detestable superficialidad de dejar pasar, de dejar hacer. ¡Cuán apropiada la
Oración Colecta para experimentar que, de verdad, estamos colgados de las manos
de nuestro Padre Dios!
Malaquías, aunque lanza la diatriba
directamente al grupo sacerdotal, a los descendientes de Leví, porque no actúan
de acuerdo a la alianza, involucra a todo el pueblo que ha perdido la
conciencia de “filiación divina”, que no vive la fraternidad, que no reconoce
su único origen: “¿Acaso no tenemos todos
un mismo Padre? ¿No nos ha creado un mismo Dios?” Palabras pronunciadas
hace 26 siglos y que tienen tal vigencia
que, ojalá, sacudan nuestros
interiores y alejen de nosotros la
necesidad de preguntarnos: “¿Por qué nos
traicionamos como hermanos?” Reflexión que haga brotar, con transparencia,
la súplica del Salmo: “Señor, consérvanos
en tu paz.” Esa paz dulcificará
nuestros ojos, romperá nuestras ansias de grandeza, nos llenará de tranquilidad
y de silencio porque esperamos en Ti, Dios nuestro.
Jesús prosigue su viaje hacia
Jerusalén, hacia el cumplimiento total de la misión aceptada. Habla a todos, a
las multitudes y a los discípulos y continúa desenmascarando a los escribas, a
los fariseos, a los doctores de la Ley, no los desacredita, son intérpretes de
la Alianza, pero, como eco de Malaquías, les echa en cara lo que más desdice de
un servidor de la Palabra: “Dicen una
cosa y hacen otra.” Realidad que alcanza,
no solamente a los sacerdotes, sino, a todo cristiano, a todo ser humano y, de
manera especial, a cuantos detentan autoridad y no la aprovechan para servir
sino para ser servidos. Todos los que buscan –buscamos- el parecer y no el ser;
la alabanza, la reverencia, los títulos, los privilegios. Todos cuantos, con
pasmosa facilidad, enjuiciamos y condenamos, criticamos en los demás lo que
deberíamos corregir primero en nosotros; quisiéramos cambiar el mundo sin abandonar
nuestra esfera de cristal.
Oremos por todos los sacerdotes, por
todos los dirigentes de los pueblos, por los padres de familia para que, a
ejemplo de San Pablo, sean capaces, no sólo de palabra sino con una acción
motivadora y sostenida por el Espíritu, de
tratar a todos “con la misma ternura con la que una madre estrecha en su regazo a sus
pequeños.”
Uno es nuestro Padre: Dios. Uno es nuestro Guía y Maestro: Cristo, y “nosotros todos somos hermanos.” ¿Queremos reensamblar este “mundo roto”, ¿aquí
está la pauta!: Abrir nuestro encierro y mirar atentamente la realidad del
otro. Como dice, desde su propia experiencia, Ladislaus Boros: “Busqué a Dios y no lo hallé; busqué mi alma y no la encontré; busqué al hermano y
encontré a los tres.”